



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
En la Argentina, nada se salva de las internas. Ni el Gobierno que acaba de festejar una victoria, ni la oposición que todavía lame sus heridas. Ni las centrales empresarias que discuten liderazgo, ni la CGT que esta semana estrenó conducción. Las internas son el combustible natural de la política criolla: su razón de ser, su identidad más profunda. A diferencia de lo que ocurre en los Estados Unidos, donde los partidos aún conservan una estructura institucional reconocible, aquí los espacios se atomizan y se reconfiguran al ritmo de los humores, los tuits y las encuestas.
En ese contexto, Javier Milei y su fuerza, La Libertad Avanza, no escapan a la regla. El oficialismo vive, como todos, sus propias disputas. Y no se trata de simples tensiones administrativas: lo que se juega es el modelo de poder dentro de una fuerza que aún no terminó de consolidarse como partido político. La estructura está en construcción, pero la voz que ordena sigue siendo una sola: la del Presidente.
El mito de una “mesa chica libertaria” todopoderosa —esa suerte de triángulo compuesto por Karina Milei, Lule Menem y Martín Menem— es más débil de lo que se cree. Los tres ejercen influencia, pero siempre bajo la órbita de Milei. Son ejecutores, no decisores. La hermana del Presidente, elevada al rango de guardiana del poder, delega gestos, pero no define rumbos. Milei conserva el control absoluto, aun cuando parezca que lo reparte. Quien crea que hay un cogobierno entre hermanos, desconoce la dinámica libertaria: la centralización en Milei es parte de su naturaleza.
La reciente designación de Manuel Adorni como jefe de Gabinete lo confirma. Santiago Caputo, el estratega preferido del Presidente, parecía el candidato lógico hasta que una maniobra relámpago dejó fuera de carrera a varios postulantes. Karina Milei lo bloqueó, sí, pero la decisión fue de Javier. Una señal inequívoca de que la última palabra sigue en el despacho presidencial. En ese tablero, los aliados no son dueños de sus fichas: sólo las mueven cuando el jefe lo permite.
Milei gobierna desde la opinión pública. Su fortaleza no está en la estructura partidaria —que no tiene— ni en el territorio —que apenas empieza a construir—, sino en la sintonía emocional con un sector amplio del electorado. Gana por identificación, no por pertenencia. Por eso, su poder puede parecer frágil y omnipresente al mismo tiempo: depende de la adhesión popular, pero no de la intermediación política. Si el humor social lo acompaña, no hay bloque opositor que lo detenga. Pero si se da vuelta el viento, tampoco habrá estructura que lo sostenga.
El peronismo, mientras tanto, atraviesa su propio purgatorio. Herido pero no enterrado, busca reinventarse sin poder despegarse de Cristina Kirchner. Hasta que la ex vicepresidenta no dé un paso real al costado, la renovación seguirá siendo una promesa sin contenido. Provincias Unidas, el nuevo intento de agrupamiento, suena más a ensayo que a refundación. El electorado ya dio su veredicto: no quiere volver atrás. Ni al kirchnerismo, ni al macrismo. La Argentina de hoy no añora el pasado; simplemente busca sobrevivir al presente.
Mauricio Macri, en su retiro activo, vive la paradoja de haber sido devorado por quien se alimentó de su propio electorado. Milei no sólo le arrebató votantes: también dirigentes, diputados y hasta ministros. Diego Santilli, su antiguo ladero, ya juega en el equipo libertario. La foto del ex Presidente tragando en silencio el trago amargo del despojo es el reflejo de su momento político: un hombre que, habiendo tenido el poder, no supo conservar la influencia.
La CGT, por su parte, intenta aggiornarse. Renovó autoridades y presentó una conducción de perfil dialoguista, aunque con la firmeza suficiente para resistir la reforma laboral que se viene. Jorge Sola, del gremio del Seguro, encarna ese equilibrio entre negociación y firmeza que el sindicalismo necesita. Pero incluso allí, donde los gestos de unidad se exhiben en público, las internas hierven. Luis Barrionuevo masculla su disgusto; los sectores kirchneristas se replegaron con sus segundas líneas; y Roberto Fernández, de la UTA, volvió a mostrar su autonomía de vuelo.
El panorama político argentino parece regido por una ley inmutable: nadie gobierna sin fracturas internas, y nadie se opone sin peleas intestinas. La novedad es que ahora esas disputas no se esconden. Se ventilan, se amplifican y se usan como parte de la estrategia de poder. En ese sentido, Milei es un producto perfecto de su tiempo: gobierna con la lógica de las redes sociales, donde cada interna se convierte en contenido y cada enfrentamiento, en una oportunidad para reafirmar liderazgo.
El libertario supo convertir la crisis de representación en un activo. Pero gobernar no es tuitear. La pregunta que sobrevuela, a casi dos años de su llegada al poder, es si podrá sostener la autoridad en un país donde todos —aliados, adversarios, sindicatos, empresarios— creen tener derecho a su propia interna.
Porque si algo enseña la política argentina es que no hay victoria que dure más de veinticuatro horas. Ni paz que sobreviva al amanecer siguiente. En esa fragilidad, en esa fiebre de poder que no se calma ni con el triunfo, reside el verdadero ADN del país: el de una sociedad que siempre discute, que nunca descansa y que, incluso cuando gana, ya está pensando en la próxima pelea.






Economía 2026: optimismo en los mercados, cautela en el gabinete


Ritondo refuerza el alineamiento con Milei y promete apoyo a las reformas del Gobierno

Santilli, el nuevo puente entre Milei y la política tradicional

Comenzó el juicio por los cuadernos: Cristina Kirchner, en el banquillo de un proceso histórico y público

Patricia Bullrich liderará el bloque libertario en el Senado y será la voz de Milei en la Cámara alta





















