El desafío de convertir el Pacto de Mayo en una política de Estado

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Javier Milei pronunció la frase con la convicción de quien siente que acaba de obtener un mandato histórico: “Ahora sí podremos transformar en leyes las consignas del Pacto de Mayo”. Era la noche del 26 de octubre y la victoria electoral del oficialismo, que superó el 40% de los votos, parecía otorgarle al Presidente el impulso político que no había tenido en su primer tramo de gestión. Dos días después, la Casa Rosada volvió a convocar a los gobernadores. No fue un gesto protocolar: el objetivo era claro. Reactivar, después de meses de parálisis, la agenda legislativa de aquel acuerdo firmado en Tucumán el 9 de julio de 2024.

El Pacto de Mayo había nacido con un aire refundacional, pero se diluyó en el barro de la coyuntura y en la fragilidad política del Gobierno. Ahora, tras el aval de las urnas, Milei pretende revivirlo como columna vertebral de la segunda etapa de su administración. La pregunta de fondo, sin embargo, sigue siendo la misma: ¿puede este pacto convertirse en la base de una transformación real de la economía argentina, o corre el riesgo de quedarse en una proclama de buenas intenciones sin ejecución concreta?

Los compromisos centrales del Pacto —reducción del gasto público, reforma tributaria, reforma laboral y reforma previsional— apuntan a estabilizar una economía crónicamente desequilibrada. Son pilares necesarios, pero no suficientes. El equilibrio fiscal y la desregulación del mercado laboral pueden ofrecer previsibilidad macroeconómica, aunque no garantizan, por sí solos, el crecimiento productivo ni la expansión sostenida del empleo. Detrás de toda reforma estructural se esconde la pregunta crucial: ¿quién y cómo invertirá en la economía real argentina?

El punto 6 del Pacto, que promueve la explotación “responsable” de los recursos naturales bajo coordinación entre Nación y provincias, debería ser el eje articulador de una nueva estrategia de desarrollo. No se trata solo de un gesto ambiental o federalista. En ese apartado se define, en rigor, el modelo económico del futuro: uno que combine inversión privada, reglas estables y un Estado que oriente la infraestructura hacia la producción.

Argentina arrastra un déficit estructural en materia de infraestructura. El país cuenta con cerca de 80.000 kilómetros de rutas pavimentadas y más de 500.000 de caminos rurales, la mayoría en mal estado. En Buenos Aires, 85.000 de los 106.000 kilómetros rurales dependen de los municipios, muchos sin recursos para mantenerlos. Esos caminos son la arteria que conecta la producción con los puertos, pero su deterioro multiplica los costos logísticos y resta competitividad. Sin inversión en rutas, energía y logística, las reformas del Pacto de Mayo serán un cuerpo sin alma.

Los sectores energético, vial y agroexportador coinciden en que la asociación público-privada es clave para cerrar la brecha de infraestructura. No es una novedad, pero sí una urgencia. El Estado carece de recursos suficientes para financiar la modernización de su red de transporte, sus puertos y su sistema energético. Por eso, el desafío no pasa tanto por reducir la presencia estatal, sino por redefinirla: que el Estado coordine, regule y garantice seguridad jurídica, mientras el capital privado invierte y gestiona.

El Pacto de Mayo, en su espíritu original, propone precisamente eso: una “responsabilidad compartida” entre Nación y provincias. Pero este enunciado choca con una realidad política más áspera. La Argentina aún no ha resuelto su disputa por el federalismo fiscal, ese laberinto donde se cruzan los intereses de los gobernadores, los desequilibrios de la coparticipación y la tentación centralista de la Casa Rosada. Sin una distribución más eficiente de los recursos y sin estabilidad regulatoria, la inversión privada difícilmente se multiplicará.

El país necesita una hoja de ruta institucional, no una simple sucesión de decretos o reformas parciales. La falta de continuidad en las políticas económicas ha sido una de las principales causas del estancamiento argentino. Cada gobierno intenta refundar la historia y termina atrapado por su propio voluntarismo. Si el Pacto de Mayo aspira a algo más que a un acuerdo simbólico, debe trascender el ciclo político de Milei y convertirse en una política de Estado.

Las reformas que el Presidente plantea —fiscales, laborales, previsionales— son herramientas, no fines. Su éxito dependerá de que el Gobierno logre traducirlas en un proceso de desarrollo real, donde la inversión productiva y la integración territorial sean prioridad. La Argentina tiene ventajas comparativas notorias: recursos naturales, capacidad agroindustrial, potencial energético y una red científica y tecnológica valiosa. Pero todo ello permanece desaprovechado por falta de infraestructura, crédito y previsibilidad.

En este punto, la política vuelve a ocupar el centro de la escena. La victoria electoral de octubre le otorga a Milei un poder parlamentario que antes no tenía. Con ese respaldo, podría impulsar las leyes que el Pacto de Mayo necesita para convertirse en realidad. Pero también le impone una prueba de madurez: demostrar que puede construir consensos amplios, incluso con quienes no comparten su ideología.

El Presidente suele hablar de “reformas estructurales” como si bastara con sancionarlas para que el país cambie de rumbo. La historia reciente muestra que eso no es suficiente. Las leyes pueden aprobarse, pero sin acuerdos sociales ni institucionales, se diluyen en el aire. La Argentina ha tenido muchos pactos —el federal, el fiscal, el energético— y todos terminaron en el archivo.

La oportunidad, esta vez, existe. El contexto político y el mandato electoral podrían ofrecerle al Gobierno una ventana inédita para ordenar la economía y sentar bases duraderas. Pero esa oportunidad será efímera si el Pacto de Mayo no se traduce en una estrategia de inversión, infraestructura y desarrollo.

Porque los países no se transforman con discursos ni con pactos solemnes, sino con instituciones estables y políticas sostenidas. Y en eso, la Argentina todavía está en deuda.

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