El país en pausa: cuando la economía se enfría y la política se calienta

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

El dólar se mueve como un termómetro inquieto. Cada salto de la moneda es una frase en el idioma de la incertidumbre. Los mercados observan con ansiedad, los discursos se endurecen, y las elecciones que parecían un trámite para el oficialismo se convirtieron en un examen de mitad de mandato con nota abierta. En apenas unos meses, el Gobierno pasó del relato de la estabilidad a la sensación de que todo pende de un hilo invisible, sostenido entre la paciencia social y el crédito político.

La foto actual del país tiene algo de paradoja. El ministro Caputo logra mantener la inflación en descenso, aunque a un costo conocido: una recesión profunda, que se siente en los comercios, en las fábricas y en las mesas familiares. La macro ordenada convive con la micro vacía. Es la estabilización sin aplausos, el equilibrio sin respiro. Los números mejoran, pero la vida cotidiana no. En la góndola, los precios siguen desafiando los comunicados oficiales, y los salarios continúan corriendo atrás, siempre a un paso del alivio que no llega. En ese contexto, el Gobierno pide tiempo. Pero el tiempo, en la política argentina, es el recurso más escaso.

El oficialismo juega con dos cartas visibles: la del respaldo internacional y la de la disciplina fiscal. Donald Trump y Scott Bessent aparecen como avales simbólicos de una apuesta que Milei necesita mostrar como validada por el mundo financiero. El FMI, pragmático como siempre, sigue otorgando aire en cuotas. Pero ese oxígeno externo tiene un costo político: cada elogio desde Washington se escucha, en la historia argentina, con una mezcla de gratitud y sospecha. Porque cada vez que el poder extranjero bendijo un modelo económico local, el aplauso vino seguido por la factura.

El problema, entonces, no es solo económico: es de credibilidad. El Gobierno pide confianza, pero la sociedad reclama resultados. Y en el medio, hay un muro de desconfianza que se construye con gestos, con palabras y con una sensación persistente de distancia entre la épica libertaria y la experiencia diaria del ciudadano común. El Presidente mantiene su popularidad entre los convencidos, pero empieza a perder aire entre los cansados. Gobernar a puro ajuste es como caminar sobre hielo: hay que avanzar con cuidado, porque cada paso puede romper el equilibrio.

Mientras tanto, la oposición intenta encontrar su tono. Entre los sectores dialoguistas que apuestan al “orden republicano” y los duros que creen que el “cuanto peor, mejor” puede rendir electoralmente, el arco opositor se mueve sin brújula. Algunos buscan mostrarse como una alternativa racional; otros, como un espejo de la bronca. Pero ambos olvidan que, en el fondo, la gente no busca venganza, busca esperanza. Y la esperanza, en la Argentina, es un bien tan escaso como el crédito barato.

Lo que se define en las urnas de octubre va más allá del número en el Congreso. Es una elección sobre la legitimidad del rumbo. Milei necesita ganar para consolidar poder político, porque gobernar con déficit de respaldo es como manejar con el tanque en reserva: se puede avanzar, pero cualquier suba —en el dólar, en los precios, en el malhumor social— puede detener el motor. Los mercados no votan, pero interpretan los resultados. Y los inversores saben que ningún plan económico sobrevive sin gobernabilidad.

La historia reciente ofrece suficientes advertencias. Los experimentos de estabilización sin consenso político terminaron en colapsos. Los planes económicos con relato, pero sin resultados, también. La Argentina se repite porque no logra sincronizar sus relojes: el del poder político, el de la economía y el de la sociedad. Uno siempre atrasa respecto del otro. Hoy el riesgo es que el primero pierda combustible antes de que el segundo empiece a mostrar frutos.

Milei y su equipo insisten en que la paciencia será recompensada, que el sacrificio tendrá sentido. Pero la paciencia, como la confianza, no se decreta: se gana. Y cuando el bolsillo aprieta, los discursos pierden brillo. El relato de la “batalla cultural” y la épica de la “libertad o nada” entusiasman a los convencidos, pero no pagan el alquiler. En los barrios, en los comercios, en los hospitales, la épica se traduce en la espera de algo más simple: estabilidad, previsibilidad, futuro.

En última instancia, la Argentina no necesita un milagro económico, sino una reconstrucción de expectativas. No la confianza de los mercados —esa va y viene como el dólar—, sino la de la gente que se levanta cada mañana preguntándose si esta vez la historia no se repetirá. Porque sin expectativa, no hay proyecto. Y sin proyecto, ningún programa económico se sostiene, por más planillas de Excel que lo respalden.

El país vive otra vez en pausa: con la economía enfriada y la política sobrecalentada. Como tantas veces, el desafío no está en las fórmulas, sino en el ánimo colectivo. Recuperar la confianza social —esa materia volátil que ningún ministro puede emitir— será el verdadero test de este Gobierno. Si lo logra, los números lo acompañarán. Si no, la historia volverá a repetirse, como un disco rayado que suena desde hace décadas en los oídos argentinos.

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