Perón: el arquitecto del bombo eterno

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
ChatGPT Image 18 oct 2025, 01_16_35

ricardo

Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Por esos caprichos del calendario que tanto disfrutan los nostálgicos de la liturgia, cada 17 de octubre se repite el milagro de los pies descalzos y los corazones encendidos. Los mismos que cruzaron el Riachuelo en 1945 —algunos, dicen, con las alpargatas rotas y otros con la convicción intacta— para clamar por su coronel. Nacía allí, entre el vapor obrero y el sudor patriótico, el movimiento nacional justicialista. Y junto con él, la Argentina moderna, o al menos la versión que todavía seguimos intentando desinstalar, como un programa que se resiste a ser borrado del sistema.

Juan Domingo Perón, el protagonista de aquella jornada, ya no era un improvisado. Venía de la Revolución del ’43, esa de los uniformes planchados y las ideas torcidas, donde los militares decidieron que la democracia era demasiado civil como para dejarla en manos de los civiles. Fue ahí, entre los escritorios del poder y los pasillos del cuartel, donde Perón comenzó a tejer su red. El tipo no daba puntada sin hilo: ni la revolución fue del todo suya, ni él del todo revolucionario. Más bien, un observador astuto del caos. De esos que huelen el vacío de poder como los perros de caza huelen la presa.

Así llegó a la Dirección de Trabajo y Previsión, un organismo que en ese entonces servía más para archivar expedientes que para cambiar el curso de la historia. Pero Perón, con ese radar político que sólo tienen los animales de la selva y los hombres con ambición, entendió que allí había oro. No lingotes, claro, sino votos: la energía bruta de las masas obreras. Elevó el organismo al rango de Secretaría de Estado y, de paso, elevó su propio nombre al rango de posible candidato presidencial. No descubrió el petróleo, pero descubrió algo más rentable: la emoción de los desposeídos.

Perón fue el primero en comprender que el pueblo no necesitaba tanto derechos como reconocimiento. Y que la dignidad, si no viene acompañada de un poco de mística y de una radio encendida, no alcanza para llenar la olla. Desde ese lugar, empezó a otorgar beneficios, vacaciones pagas, sueldos mínimos, aguinaldos y hasta algo más importante: la sensación de que el Estado los miraba, los escuchaba, los abrazaba. No era caridad: era estrategia pura. Lo entendió antes que nadie.

Y así nacieron los gremios, esos nuevos templos donde la fe popular se mezclaba con la contabilidad. Perón los empoderó hasta convertirlos en una fuerza política paralela, con caja propia y obediencia garantizada. No lo hizo por altruismo, sino por geometría: sabía que el poder, para sostenerse, necesita una base ancha. Y nada más ancho que el movimiento obrero cuando siente que el patrón se le sienta enfrente en la misma mesa.

Claro que ese favor no fue gratuito. A cambio, los líderes sindicales recibieron algo más que reconocimiento: recibieron poder. Poder político, económico, simbólico. Algunos se convirtieron en virreyes de los talleres y otros en empresarios del sudor ajeno. Perón no sólo les dio voz; les dio micrófono y estadio. Y ellos, agradecidos, respondieron con una fidelidad que rozaba lo religioso. De ahí en más, cualquier intento de discutir al líder fue pecado capital.

¿Fue eso un acto de genialidad o de oportunismo? Difícil saberlo. El límite entre el estadista y el manipulador suele ser una cuestión de timing. Perón vio antes que nadie que la Argentina industrial necesitaba un relato y un relator. Y que la movilidad social, si se acompaña de marchas y bombos, puede convertirse en un espectáculo irresistible. A su manera, fue el primer influencer político: convirtió el acto de gobernar en una puesta en escena permanente.

Pero como toda obra maestra del marketing, su modelo tuvo efectos colaterales. En nombre del pueblo, creó una red de dependencia que todavía hoy respiramos. La cultura del trabajo, que debería haber sido el motor, se transformó en cultura de la espera. El esfuerzo se diluyó en el asistencialismo, y la independencia se cambió por lealtad. “Perón cumple, Evita dignifica”, decían los carteles. Y el pueblo, agradecido, aplaudía. Porque nadie había cumplido antes, y porque dignidad sonaba mejor que esfuerzo.

¿Fue entonces Perón un estadista o un oportunista? Tal vez ambas cosas. Como esos jugadores que improvisan una gambeta en el borde del área y terminan inventando una jugada que cambia el partido. Perón fue un producto perfecto de su tiempo: un militar que entendió la psicología de las masas, un demagogo con uniforme, un pragmático con discurso épico. No vino a destruir la Argentina: vino a moldearla a su imagen y semejanza. Y lo logró.

Ocheta años después, el país sigue debatiendo si su legado fue redención o condena. Mientras tanto, los bombos siguen sonando cada octubre, las banderas siguen flameando, y el mito continúa intacto. Perón ya no está, pero su sombra cubre la Plaza. Es el eterno arquitecto del bombo, el hombre que fundó un país a golpe de consigna y decreto, y que supo, mejor que nadie, que en la Argentina la emoción siempre le gana a la razón.

Porque al final, Perón no fue sólo el líder de los trabajadores. Fue el inventor de una religión política que convirtió al Estado en altar y al pueblo en feligresía. Y nosotros, los herederos de ese fervor, seguimos rezando —cada uno a su manera— para que algún día la patria vuelva a caminar con los pies, y no con las promesas.

Perón fue el primer argentino que entendió que gobernar no es mandar, sino convencer. Y que la política, en el fondo, es teatro con presupuesto público. El resto —los sindicatos, el clientelismo, los bombos— son apenas los decorados que dejó en escena.

Últimas noticias
Te puede interesar
Lo más visto