Israel elige la vida

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Por RICARDO ZIMERMAN

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Hoy, 738 días después del horror, se abre una rendija de luz en el corazón de la oscuridad. Los últimos rehenes israelíes que quedaban con vida en manos de Hamas han sido liberados. Setecientos treinta y ocho días de infierno, de encierro, de silencio y de tortura. Setecientos treinta y ocho días en los que gran parte del mundo, que tantas veces clama por los derechos humanos, eligió mirar hacia otro lado cuando esos derechos eran violados con saña contra hombres, mujeres y niños israelíes.

La liberación fue posible gracias a la intervención del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien logró negociar un acuerdo de intercambio con el grupo terrorista Hamas: VEINTE vidas inocentes —todas ellas civiles— a cambio de MIL NOVECIENTOS SESENTA Y OCHO terroristas palestinos, CIENTO CINCUENTA Y CUATRO de ellos condenados a cadena perpetua por crímenes indescriptibles. Un precio exorbitante, pero que Israel aceptó porque en su ADN está grabada una verdad irrenunciable: cada vida judía vale todo.

Israel vuelve a demostrar, una vez más, que su compromiso con la vida no es retórico, sino moral y político. En un mundo donde la muerte se banaliza y la violencia se justifica según el relato ideológico de turno, el Estado de Israel se planta como un testigo incómodo de la ética. Un puebo que, tras haber renacido del Holocausto, asumió un juramento indeclinable: NUNCA MÁS. Nunca más un judío arrojado a las cámaras de gas. Nunca más el silencio cómplice de las naciones civilizadas. Nunca más la indiferencia ante el odio que se disfraza de causa política.

La negociación fue difícil y dolorosa. El Gobierno israelí aceptó liberar a criminales que asesinaron, mutilaron y secuestraron a sus propios ciudadanos. Lo hizo no por debilidad, sino por humanidad. Porque para Israel, rescatar a los suyos —vivos o muertos— es una obligación moral que trasciende cualquier cálculo político. Esa es la esencia de un Estado que nació de las cenizas del exterminio.

Pero la tragedia no termina con la liberación. Quedan los cuerpos que no volverán, los hijos que no fueron devueltos, las heridas que jamás cerrarán. Hamas, en su inhumana estrategia de terror, no solo tomó rehenes para negociar poder; los tomó para humillar la dignidad humana. Los trató como trofeos de guerra, los utilizó como escudos humanos, los exhibió ante el mundo como piezas de propaganda. Y mientras el sufrimiento de los secuestrados se prolongaba, parte de la opinión pública occidental relativizaba la barbarie con discursos que justificaban lo injustificable.

El mundo parece incapaz de reconocer la brutalidad de Hamas. Un grupo que, con un solo objetivo —la destrucción del Estado de Israel—, ha condenado también a su propio pueblo palestino a la miseria, al miedo y a la guerra perpetua. Hamas no representa a los palestinos: los secuestra. Los utiliza como carne de cañón, los somete a su fanatismo y los convierte en víctimas de sus delirios teocráticos. No hay “resistencia” en asesinar niños o en violar mujeres; eso tiene otro nombre: terrorismo.

Y sin embargo, en universidades, parlamentos y redes sociales del mundo democrático, se alzan voces que pretenden justificar lo injustificable. Se invoca el antisionismo como si fuera una posición política legítima, cuando no es más que el disfraz moderno del antisemitismo más antiguo. El antisionismo no es crítica al Gobierno de Israel; es negación del derecho de Israel a existir. Es la reedición de la misma pulsión de odio que en el siglo XX alimentó el Holocausto.

Cada vez que se legitima el discurso que niega a los judíos su Estado, se reactiva la maquinaria del prejuicio que los ha perseguido durante siglos. Cada pancarta que celebra la “resistencia” de Hamas, cada silencio ante los rehenes torturados, cada justificación ante el asesinato de civiles israelíes, es una nueva forma de complicidad con el antisemitismo.

Hoy, cuando esos rehenes vuelven a respirar el aire libre, no solo se celebra una victoria humanitaria: se renueva el compromiso de un pueblo con su historia. Israel, que ha soportado guerras, boicots y difamaciones, sigue defendiendo su derecho a existir y a proteger a los suyos. Lo hace no por orgullo nacional, sino por deber moral con su memoria.

El Estado de Israel se erige como el garante de ese “nunca más” que el mundo prometió y que tantas veces olvidó. Su defensa no es solo la defensa de su territorio; es la defensa del principio más elemental de la civilización: la vida. En esa batalla, no hay neutralidad posible.

El regreso de los rehenes no borra el dolor, pero recuerda que la vida es más fuerte que la barbarie. Israel ha pagado un precio alto, pero ha demostrado otra vez que su fuerza no reside en el poder de sus armas, sino en la convicción de sus valores. Y es allí donde Hamas y sus cómplices siempre pierden: porque frente a la cultura de la muerte, Israel elige la vida.

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