Un juramento fuera de la ley: el caso Del Plá y el límite borroso entre la política y la apología del delito
OPINIÓN
Ricardo ZIMERMAN


Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
En el Parlamento argentino conviven, no siempre en paz, dos fuerzas que rara vez se reconocen entre sí: la solemnidad institucional y la pulsión militante. El episodio protagonizado por la diputada Romina Del Plá durante su jura reaviva esa tensión y la lleva a un terreno en el que la retórica deja de ser un gesto político para convertirse en un problema jurídico. ¿Es posible asumir un cargo público, amparada en la Constitución, pronunciando una consigna que implica la aniquilación de un Estado reconocido por la Argentina? ¿Y qué dice sobre el funcionamiento de nuestras instituciones que semejante acto pase, casi sin debate, como parte del “color” parlamentario?
Del Plá juró “por el pueblo palestino” y su supuesto derecho a “vivir desde el río hasta el mar”, fórmula que remite al borramiento territorial del Estado de Israel. No se trata de una metáfora oscura ni de un slogan inocuo. Es la consigna histórica de las organizaciones que buscan la desaparición del Estado israelí. Traducida al lenguaje de la Ley argentina, esa expresión no es neutra: supone, explícitamente, la promoción de un acto que encuadra en la figura de genocidio. Y aquí surge la primera contradicción: ningún legislador puede jurar un mandato basado en la apología de un crimen, menos aún de lesa humanidad.
Pero más allá del contenido, hay un segundo elemento que no puede pasarse por alto: el juramento parlamentario es un acto reglado. La Cámara ha previsto —y de hecho exige— cuatro fórmulas posibles. Son las únicas admisibles. Su razón es tan vieja como la República: homogeneizar el compromiso inicial de los representantes, obligándolos a declarar fidelidad al orden constitucional. La diputada decidió, deliberadamente, ignorarlas, reemplazándolas por una consigna ideológica que contradice no sólo el reglamento sino los tratados internacionales que la Argentina se comprometió a respetar.
Conviene recordar el artículo 75 inciso 22 de la Constitución: otorga jerarquía constitucional a tratados como la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Es decir que la Argentina no sólo repudia el genocidio: está jurídicamente obligada a prevenir cualquier acción o discurso que lo promueva. Si el Parlamento acepta que una diputada jure invocando una consigna que propone la desaparición de un pueblo o un Estado, la pregunta es inevitable: ¿qué valor tiene entonces el propio acto de jurar defender la Constitución?
Aquí se revela una tensión más profunda, que suele quedar disimulada bajo la indulgencia folklórica con la que se observan estos episodios. La tradición parlamentaria argentina tolera ciertas teatralidades en los juramentos: menciones a causas personales, invocaciones al partido, referencias a luchas sociales. Son añadidos simbólicos que no alteran la esencia del acto. Pero esa tolerancia tiene un límite. Y ese límite está dado por la ley. El juramento no puede transformarse en un espacio para legitimar aquello que la Constitución condena.
La libertad de expresión —invocada por los defensores de la diputada— tampoco es absoluta. El artículo 68 de la Constitución concede inmunidad de opinión a los legisladores, pero circunscripta a su función parlamentaria. Incluso así, esa libertad encuentra barreras cuando se trata de incitar al odio racial o promover la violencia colectiva. El ejercicio del mandato público implica siempre la obligación de adecuarse a la ley, incluso cuando las convicciones personales sean intensas o ideológicamente consolidadas.
Hay otro aspecto que conviene observar y que suele ser tema recurrente en las lecturas más frías de la política argentina: la tendencia del Parlamento a desentenderse de sus propias normas, como si el reglamento interno fuera un repertorio de sugerencias. El caso Del Plá expone esa fragilidad. Si la Cámara no puede —o no quiere— exigir que un diputado cumpla con la fórmula de juramento establecida, ¿cómo hará para imponerle disciplina en cuestiones de mayor complejidad institucional?
La diputada sostuvo, implícitamente, que su compromiso político está por encima de la legalidad del acto institucional que la habilita a ejercer el cargo. Esa inversión de jerarquías es, en sí misma, un problema: significa que la adhesión a una causa concreta sustituye al deber primario de un legislador, que es someterse a la Constitución. La política argentina es pródiga en ejemplos de militancia que desborda sus cauces, pero pocas veces ese desborde queda tan expuesto en un instante tan definitorio.
Es cierto que el Parlamento podría —si quisiera— aplicar sanciones disciplinarias. Desde un apercibimiento hasta la impugnación del juramento, en casos extremos. Pero aquí emerge una paradoja. La Cámara, que debería ser guardiana de sus normas, parece haber abdicado de ese rol. La indulgencia ante este tipo de excesos es una forma de declinación institucional: se evita el conflicto, pero al precio de erosionar la autoridad normativa. El resultado es un Congreso que exige respeto social hacia la ley, pero tolera que algunos de sus miembros la ultrajen en el acto que inaugura su propia autoridad.
El episodio Del Plá no es un caso aislado, sino un síntoma. Expone la dificultad creciente del sistema político argentino para distinguir entre la expresión ideológica —legítima, incluso necesaria— y la promoción de actos que el derecho penal define como crímenes aberrantes. Y muestra algo más: un Parlamento que naturaliza que la solemnidad republicana sea colonizada por consignas que contradicen los mismos valores que dice defender.
Cuando un legislador jura su cargo, no está haciendo una declaración de principios personales: está asumiendo un mandato en nombre del Estado argentino. Ese Estado reconoce a Israel, condena el genocidio y adhiere a tratados internacionales que imponen obligaciones estrictas en materia de derechos humanos. La consigna “desde el río hasta el mar” no sólo es incompatible con esos compromisos: es incompatible con el acto de asumir una banca en defensa de la Constitución.
Tal vez allí radique la cuestión de fondo: la política argentina está acostumbrada a permitirlo todo, incluso lo incompatible. Pero la ley no admite esa elasticidad. Y si el Parlamento no logra recordarlo en el momento en que sus miembros juran, menos aún podrá hacerlo cuando deba exigirles que gobiernen conforme a derecho.





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