



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Desde hace casi ocho décadas, el peronismo ha sido la columna vertebral del sistema político argentino. En el gobierno o en la oposición, legal o proscripto, victorioso o derrotado, su gravitación ha moldeado la vida pública con una persistencia que pocas fuerzas políticas del mundo pueden exhibir. Sobrevivió a rupturas, metamorfosis ideológicas y reveses electorales de enorme magnitud. Nada de eso lo derribó. Por eso, cada vez que el movimiento parece entrar en una fase de repliegue, surge la tentación de creer que se trata solo de otra estación en ese largo itinerario de ascensos y caídas. Sin embargo, lo que enfrenta hoy el peronismo no es una turbulencia coyuntural más: es una crisis estructural que desborda los manuales habituales de resistencia.
La ausencia de un liderazgo nacional es, quizás, el síntoma más evidente. Las viejas tribus internas, lejos de moderarse, estallan a cielo abierto en las provincias, especialmente en Buenos Aires, donde las disputas intestinas parecen no tener fin. A ello se suma un Congreso fragmentado, con bloques que conviven apenas por necesidad y que anticipan tensiones que podrían derivar en rupturas formales. Esta desarticulación interna, acentuada tras la última derrota electoral, se ha convertido en un inesperado beneficio para un gobierno libertario que encuentra espacio para avanzar en una agenda ambiciosa, mientras el principal partido opositor se debate en sus propias contradicciones.
Pero sería un error pensar que el problema es solo la disputa por cargos o liderazgos. El peronismo enfrenta algo más profundo: la dificultad de definir qué quiere ser en el siglo XXI. Durante años, logró reformular su identidad sin perder cohesión. Hoy, en cambio, todo intento de discusión programática choca contra un clima de desconfianza mutua, heridas abiertas y un malestar extendido entre sus referentes. Ni siquiera el sindicalismo, históricamente unificado como sostén estructural del movimiento, escapa a esta crisis. Las divergencias sobre el rumbo político y la estrategia de oposición se multiplican sin que asome un árbitro capaz de ordenar el caos.
En este panorama, la interna bonaerense se ha transformado en el epicentro de un terremoto político. La confrontación entre el kirchnerismo duro y otros sectores del peronismo provincial convive con otra disputa aún más delicada: la que enfrenta al liderazgo nacional —encarnado todavía por Cristina Fernández de Kirchner— con los gobernadores y dirigentes territoriales del resto del país. Es una doble crisis que opera como un bloqueo para cualquier intento de reconstrucción seria.
Aunque nadie se atreve a decirlo en voz alta, en los hechos muchos ya actúan como si el liderazgo de Cristina Kirchner hubiese llegado a su ocaso. La última derrota electoral marcó un punto de inflexión: una porción significativa del electorado rechazó la posibilidad de un regreso del kirchnerismo al poder. Esa realidad todavía no parece ser procesada por la ex presidenta, ocupada en sus batallas judiciales y en una estrategia política centrada en la confrontación con Javier Milei y en la disputa interna con Axel Kicillof.
No sorprende, entonces, que varios gobernadores —incluso antiguos aliados— perciban una desconexión creciente entre la ex mandataria y las necesidades concretas de las provincias. Un sentimiento que alimenta recelos históricos y habilita un renovado margen de autonomía. Muchos de ellos ya no están dispuestos a aceptar lineamientos que emanen del Instituto Patria o de San José 1111. Lo que se vislumbra a partir del próximo 10 de diciembre es un grupo de mandatarios provinciales dispuesto a negociar directamente con la Casa Rosada, caso por caso, con una lógica pragmática que deje atrás el rechazo automático de los últimos años.
Kicillof, por su parte, se encuentra en una encrucijada singular. Es el único gobernador sin canales de diálogo con el Gobierno nacional y, al mismo tiempo, el principal protagonista de la disputa con Cristina. Su margen de maniobra es estrecho. Las dificultades para aprobar el endeudamiento en la Legislatura bonaerense exhiben una fragilidad que podría agravarse con la renovación parlamentaria. La paradoja es evidente: quien aspira a consolidarse como figura nacional emerge condicionado en su propio territorio.
El interrogante central es hacia dónde se dirige este proceso. Si los gobernadores avanzan en su autonomización, no es descabellado imaginar que ese realineamiento repercuta en los bloques legislativos del Congreso. Una fractura, aunque parcial, reduciría aún más la capacidad del peronismo para articular una oposición sólida y, al mismo tiempo, facilitaría la aprobación de las reformas estructurales que impulsa el oficialismo.
El peronismo supo reinventarse muchas veces, pero nunca tuvo que hacerlo en un escenario como el actual, donde el eje tradicional que organizaba la política argentina se ha corrido y donde su identidad misma está en discusión. El desafío no es solo recuperar un liderazgo o definir una estrategia parlamentaria. El desafío es reconstruir un proyecto que vuelva a resultar convocante en una sociedad que, por primera vez en décadas, parece haberle dado la espalda.
Ese es, quizá, el verdadero espejo frente al cual el peronismo deberá decidir si sigue siendo un sobreviviente… o si comienza a parecerse a un movimiento que ha extraviado su rumbo.







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