La unidad imposible y el fin que nadie quiere nombrar

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
ChatGPT Image 20 nov 2025, 12_00_22

ricardo

Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

En la Argentina política aprendimos a vivir en la contradicción. El peronismo, que tantas veces hizo de la unidad un dogma y de la fractura un pecado mortal, hoy camina al borde del abismo recitando una consigna que ya no conmueve ni a los propios. Todos piden unidad, pero lo hacen desde sus islas: Cristina desde su departamento vigilado, Kicillof desde la gobernación que por ahora lo contiene, Massa desde su búnker porteño, y los gobernadores desde sus provincias, cada uno midiendo su conveniencia. Cada uno dice “unidad”, pero ninguno está dispuesto a pagar el costo de construirla. Y así transcurre la vida de una fuerza que ya no se reconoce en el espejo ni termina de aceptar que el tiempo pasó y que sus liderazgos más fuertes empiezan a mostrar grietas de desgaste.

El 2026 aparece como un horizonte inevitable, con dos discusiones que nadie puede evitar: quién conduce al peronismo y qué programa político y económico sostiene a esa conducción. En el fondo se trata de algo más profundo: cómo vuelve a hablarle el peronismo a una sociedad que en buena parte le soltó la mano, cansada de sus rituales y sus internas. Pero antes de llegar a esa conversación, la dirigencia se conforma con evitar el estallido. Nadie tiene hoy el peso suficiente para romper del todo. Y por eso sobreviven, mirándose de reojo, cuidando que el otro no dé el primer portazo.

Se respira, cada vez con más fuerza, la sensación de que la etapa de Cristina Kirchner está llegando a su fin. No ya por una conspiración interna, sino por la simple erosión del tiempo. Su liderazgo, que alguna vez ordenó al peronismo de arriba abajo, hoy se reduce a La Cámpora y a un puñado de fieles que no encuentran heredero ni proyecto. En política hay algo más brutal que la derrota: es el paso silencioso del reloj, que va dejando atrás incluso a quienes fueron imprescindibles. En el peronismo saben que esa discusión llegará, aunque nadie quiera darla a cielo abierto. La respetan, sí. La escuchan, también. Pero ya no la esperan como antes.

Mientras tanto, buscan evitar que las diferencias se conviertan en un escándalo público que los deje sin el rol de oposición que todavía dicen representar. En Matheu 130 intentan suturar heridas y mantener un equilibrio frágil que les permita conservar su lugar institucional. Las reuniones del PJ, más que ámbitos de debate, se han transformado en sesiones de terapia grupal donde se repite el mismo mantra: aguantar, contener, no perder la primera minoría, evitar que las fugas se lleven lo poco que queda de cohesión.

Coqui Capitanich, que siempre tuvo vocación de arquitecto del peronismo, insiste en la receta de manual: programa, unidad y unas PASO sinceras. No es un mal consejo. El problema es que el partido se convenció durante años de que la identidad estaba garantizada por inercia y que la discusión programática sólo podía darse después de asegurar la fidelidad a un liderazgo. Esa fórmula, que funcionó mientras Cristina fue una figura omnipresente, ya no alcanza.

En el Senado intentan dar señales de recomposición, unificando bloques y sumando a gobernadores que, aun con matices, entienden que el peronismo sin estructura es apenas un conjunto de voluntades dispersas. En Diputados, en cambio, la cosa es más espinosa. Hay bajas confirmadas, dudas sobre Catamarca, negociaciones que se tensan y un Germán Martínez que ejerce, desde su oficio y su equilibrio, el rol de contenedor general. Es respetado incluso fuera del peronismo, un detalle que no abunda en estos tiempos, y su continuidad depende de que la unidad no sea sólo un eslogan.

La tarea de Mayans y Martínez es delicada: impedir que las diferencias con el kirchnerismo duro se conviertan en rupturas irreversibles. Pero nadie ignora que la unidad no puede sostenerse sólo desde la aritmética parlamentaria. También hace falta política, la de verdad, la de los gestos simples pero contundentes. Y por eso no pasó inadvertido el encuentro de Cristina con Quintela. Fue una señal, una fotografía pensada para recordar que todavía tiene capacidad de mover piezas cuando decide hacerlo.

En paralelo, los gobernadores intentan comportarse como un bloque, aunque los une más la preocupación por Milei que la conducción de la ex presidenta. Algunos ensayan una relación pragmática con la Casa Rosada; otros se atrincheran en la dinámica confrontativa. Milei, astuto en estas lides, trabaja para fragmentarlos, para distinguir entre “admitidos” y “excluidos”, aplicando la vieja táctica de dividir para reinar. Ya no es el outsider imprevisible: aprendió, rápido, que el poder se ejerce administrando beneficios y castigos.

Massa, por su parte, intenta bajar la espuma. Pide ayudar a Kicillof en la Legislatura bonaerense, cerrar el año sin incendios, ordenar el movimiento antes de rediscutirlo. Lo hace desde la convicción de que el peronismo siempre encuentra un modo de sobrevivir. Tal vez tenga razón: pocas fuerzas políticas fueron tan resilientes como esta. Pero incluso la resiliencia tiene límites cuando el diagnóstico se demora demasiado.

La Cámpora, como siempre, juega su propio juego. El kicillofismo no confía en su acompañamiento, y el camporismo devuelve acusaciones con igual energía. Esa interna bonaerense es, en esencia, una disputa por el futuro del peronismo. No es ideológica: es sucesoria. Y todo depende de si logran, la semana próxima, un acuerdo legislativo que permita cerrar el año sin otro conflicto.

El peronismo puede seguir pronunciando la palabra “unidad” tantas veces como quiera. Pero si no se decide a enfrentar su propia crisis de liderazgo, sólo estará administrando su nostalgia. El país cambió, el electorado cambió y el peronismo todavía discute como si nada hubiese pasado. El problema no es la falta de unidad; es la falta de un rumbo que valga la pena unir.

Últimas noticias
Te puede interesar
Lo más visto