
Milei y los gobernadores: el nuevo tablero de poder y la coreografía del pragmatismo
OPINIÓN
Ricardo ZIMERMAN


Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Por estos días se despliega una coreografía que revela mucho más que una simple agenda de reuniones: gobernadores desfilando por la Casa Rosada, ministros que asumen funciones con peso político real y un presidente que, por primera vez desde que llegó al poder, parece disfrutar de la conducción plena de su gobierno. Detrás de cada gesto, de cada abrazo y de cada foto, se oculta un reacomodamiento silencioso de poder.
Javier Milei sabe que la victoria electoral reciente no solo consolidó su liderazgo dentro del espacio libertario, sino que también abrió una ventana de oportunidad para avanzar con las reformas estructurales que hasta hace poco parecían inalcanzables. En los pasillos de la Casa Rosada ya no se escuchan las disputas internas que marcaron el inicio de su gestión: ahora reina un clima de euforia controlada, de orden y jerarquías definidas.
Los gobernadores, en cambio, llegan con las cuentas en rojo, la recaudación a la baja y una realidad ineludible: necesitan recursos. El Gobierno nacional, tras haber atravesado meses de fragilidad, se muestra fuerte, con la billetera y la iniciativa política en sus manos. El viejo principio romano del quid pro quo adquiere nueva vida en la política argentina: apoyo parlamentario a cambio de fondos, obras o favores fiscales.
El Presidente ha decidido asumir personalmente la conducción política. Lo hace rodeado de un equipo que lleva su sello: Karina Milei, consolidada como arquitecta del poder libertario; Manuel Adorni, ahora jefe de Gabinete, con la tarea de articular la gestión; y Diego Santilli, en el Ministerio del Interior, con la misión de tender puentes hacia el federalismo. Se completa el elenco con Pablo Quirno en Cancillería y con los próximos nombramientos en Seguridad y Defensa, que prometen consolidar un esquema vertical, sin dobles mandos.
El diseño político posterior al 26 de octubre —cuando Milei logró una victoria legislativa que reconfiguró la correlación de fuerzas— cambió el aire del Gobierno. Ya no es el gabinete sitiado de los primeros meses: es un equipo con confianza en sí mismo, que percibe debilidad en el adversario. “Ahora nos amamos”, ironizó un funcionario libertario de primera línea, en alusión al nuevo clima interno, tras las feroces internas que habían fracturado al oficialismo.
A diferencia de Guillermo Francos, que cumplió el papel ingrato del amortiguador político durante la etapa más vulnerable del Gobierno, Adorni y Santilli llegan con otra autoridad. Los gobernadores lo saben: esta vez negocian con los que deciden, no con mediadores. “Tienen el poder y la billetera. Veremos cómo los usan”, confesó uno de ellos, con mezcla de resignación y realismo.
El Presidente se prepara para un diciembre decisivo. Las sesiones extraordinarias marcarán la temperatura política del verano. Milei buscará aprobar el Presupuesto, avanzar con la modernización laboral, reformar el sistema tributario y endurecer el Código Penal. Es un paquete ambicioso, de esos que solo se intentan cuando se percibe que el tiempo político acompaña.
La otra batalla, más silenciosa pero igual de estratégica, se libra en el campo sindical. El Gobierno apunta a debilitar el poder estructural de la CGT, que durante décadas fue la columna vertebral del peronismo. En ese plan, Federico Sturzenegger aparece y desaparece de escena como un consultor implacable. Su idea es simple: desfinanciar a los grupos de presión. Lo mismo ocurrió con los movimientos piqueteros, que perdieron protagonismo político al cortárseles el flujo de fondos y los “aportes voluntarios” de los planes sociales.
El sindicalismo, experto en resistir embates, ahora exhibe una actitud más prudente. La CGT se refugia en un triunvirato que privilegia el diálogo, sabiendo que esta vez no hay margen para los paros prolongados ni para el conflicto abierto. El verdadero tesoro que defienden no son los convenios colectivos, sino el sistema de obras sociales y los “aportes solidarios”, que constituyen el núcleo económico de su poder.
Mientras tanto, el peronismo tradicional atraviesa una de sus peores crisis. Su líder simbólica está presa, inhabilitada y enfrentando un nuevo juicio por corrupción. Los gobernadores y los intendentes se repliegan sobre sus problemas locales, sin interés en reabrir la defensa de Cristina Fernández de Kirchner. La consigna “Cristina es inocente” resuena solo en los pasillos de La Cámpora.
El panorama es desolador para un partido que alguna vez fue sinónimo de poder. Fragmentado y con escasa representación territorial, el PJ asiste al avance libertario con la mezcla de perplejidad y nostalgia de quien observa un ciclo que se apaga. Los viejos reflejos del movimiento obrero y la épica del “pueblo movilizado” ya no alcanzan para recuperar el centro del tablero político.
En este contexto, Milei actúa con una convicción que sorprende incluso a sus adversarios: la de quien siente que la historia le ha dado una segunda oportunidad. Si logra convertir su impulso electoral en reformas concretas, el Presidente habrá transformado la euforia en poder duradero. Si fracasa, volverán los fantasmas de la inestabilidad.
Por ahora, la escena se repite con la precisión de una danza: gobernadores que suben las escalinatas de la Casa Rosada, ministros que los reciben con sonrisas medidas, y un presidente que, desde su despacho, calibra cada movimiento como si todo dependiera de su ritmo. Quizás tenga razón: en la política argentina, como en la música, quien marca el compás termina dirigiendo la orquesta.







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