El discurso invertido de Axel Kicillof

Ricardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

 Axel Kicillof volvió a escribir. Y como suele ocurrir cuando la retórica sustituye a los datos, el resultado fue una pieza de literatura política más que una reflexión institucional. En su carta al presidente Milei, el gobernador bonaerense asume el rol de fiscal moral de un país en decadencia, como si los últimos veinte años no lo tuvieran a él en el reparto de responsabilidades. Es curioso: el hombre que dirigió la economía argentina en uno de los períodos de mayor caída de reservas, default selectivo y emisión descontrolada ahora denuncia los efectos del “ajuste” con la solemnidad de un observador neutral.

La misiva, por momentos, parece escrita desde un limbo ideológico. Habla de recesión, de caída del consumo, de familias endeudadas y comercios vacíos. Pero omite un detalle: la economía que Milei intenta estabilizar es la que el peronismo, de la mano del kirchnerismo, dejó atrás, con una inflación anualizada del 276%, reservas negativas por 12.000 millones de dólares y una brecha cambiaria de tres dígitos. Si eso no era una emergencia, habría que revisar el significado de la palabra.

El gobernador acusa al Gobierno nacional de sostener su equilibrio fiscal sobre la “quita de fondos” a las provincias. Es una afirmación sugestiva: durante los años del Frente de Todos, Buenos Aires recibió transferencias discrecionales por fuera de la coparticipación que superaron los 2,3 billones de pesos. Fue, por lejos, el distrito más beneficiado del país. Eliminar esas transferencias no es despojar; es normalizar. Lo que Kicillof llama “ajuste” es, en realidad, la pérdida de un privilegio.

La carta repite una idea que el kirchnerismo ha convertido en superstición: que todo superávit es una forma de crueldad. Sin embargo, los datos muestran que el gasto social —lejos de haberse desplomado— creció en términos reales un 4,6% en los primeros nueve meses del año, mientras el recorte se concentró en transferencias políticas y subsidios económicos. La reducción del déficit, que pasó de 5,3% del PBI en 2023 a equilibrio en 2025, se logró sin recurrir a emisión ni a nuevos impuestos. La consecuencia fue una inflación que cayó del 25% mensual al 2%, una tasa de interés por debajo del 60% anual y un dólar previsible. Todo lo contrario al “abismo” que describe el gobernador.

El contraste más notorio está en su propia administración. La provincia de Buenos Aires incrementó su gasto corriente en más del 18% real durante el mismo período y ya cuenta con 720 mil empleados públicos, récord histórico. Casi nueve de cada diez pesos del presupuesto se destinan a salarios y planes sociales. Ningún ajuste a la vista: sólo una inercia que ni la inflación logra licuar. Kicillof exige más recursos, pero no menciona que su provincia recauda más que nunca en términos reales y, aun así, destina apenas el 6% de su presupuesto a inversión.

En materia de federalismo, el gobernador apela a una épica contable. Dice que Buenos Aires “aporta el 40% de la recaudación y recibe apenas el 7%”. No aclara que esa proporción surge de una comparación absurda: los impuestos nacionales son recaudados por la Nación, no por las provincias. Si se suman las transferencias automáticas y no automáticas, el distrito bonaerense recibe cerca del 22% del total. El verdadero desequilibrio, en todo caso, está dentro de su territorio: el conurbano, sostenido por subsidios, se expande a costa del interior productivo, que paga impuestos sin retorno.

La parte más pintoresca de la carta es la referencia a la “intromisión” de Donald Trump y al “salvataje” de Scott Bessent. En el universo simbólico del kirchnerismo, todo lo que no provenga de Beijing o Caracas es imperialismo. Kicillof olvida que durante la gestión kirchnerista se firmaron tres swaps con el Banco Popular de China y se tomaron créditos internacionales bajo legislación extranjera. Si eso no comprometía la soberanía, difícilmente lo haga una operación financiera que estabiliza el mercado cambiario. La soberanía, en todo caso, se defiende generando confianza, no imprimiendo billetes.

Hay una parte de la carta que parece escrita más para la tribuna interna que para el destinatario formal. Cuando Kicillof dice que “el pueblo decidirá en dos años si Milei gobernó para todos”, lo que en realidad está haciendo es marcar territorio dentro del peronismo, un movimiento que todavía no define si su estrategia será resistir o adaptarse. El tono docente —ese registro universitario que lo caracteriza— busca reconstruir autoridad moral en un espacio político que ya no la tiene. Pero los números, esos que él solía amar antes de convertirse en candidato, lo desmienten con la frialdad de los balances.

Los datos del INDEC, incluso los provinciales, muestran una economía que empieza a salir de la recesión: la producción industrial creció 1,2% interanual en septiembre, el consumo de energía en PyMEs repuntó y las reservas del Banco Central están en una franca tendencia al equilibrio. El ajuste, lejos de hundir al país, le devolvió estabilidad. Lo que Kicillof llama “desesperación” es, en realidad, transición. Y lo que llama “diálogo” se parece demasiado a una invitación a volver al déficit.

En el fondo, la carta del gobernador no habla de economía, sino de poder. El peronismo bonaerense perdió el monopolio de la interpretación de la realidad y ahora intenta recuperar ese privilegio mediante la retórica del relato distorcionado. Kicillof no discute cifras: discute el sentido del cambio. Mientras Milei apuesta a disciplinar el gasto, el gobernador insiste en expandirlo. Uno cree en la restricción presupuestaria; el otro, en la emisión como teología.

Si algo revela esta carta es que, para cierta parte del kirchnerismo, el ajuste sólo es inmoral cuando lo hace otro. Y que la realidad, cuando deja de ser maleable, se convierte en el peor enemigo del relato.

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