



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Hay momentos en los que la política se mira al espejo y no se reconoce. Así está el peronismo hoy: confundido, contradictorio, vacío de sentido histórico. No hablo como adversario, sino como argentino que aprendió a respetar lo que alguna vez fue una gran fuerza popular. Pero el kirchnerismo —ese injerto tardío que se dice heredero del peronismo— ha llevado a la doctrina a un extravío del que no parece saber volver. Lo que fue movimiento se volvió relato; lo que fue pueblo se transformó en secta.
Escuchar a ciertos dirigentes hablar de historia nacional produce una mezcla de pena y desconcierto. La cátedra improvisada desde los balcones del poder no resiste la lectura de un manual escolar. Se declama sobre patrias grandes y enemigos imperiales, pero se ignoran los hechos más elementales de nuestra formación política. Cristina Fernández, la más locuaz entre todos, se atreve a citar a Churchill, a Roca o a Moreno sin comprender que la historia no es un adorno de discurso: es una trama de causas y consecuencias que hay que conocer antes de manipular.
El kirchnerismo destruyó símbolos creyendo que con eso hacía justicia. Quitó la estatua de Colón, reescribió los próceres, reemplazó a Rucci por Walsh, a Perón por Tosco, al trabajo por el asistencialismo. A fuerza de revisionismo berreta borró los matices de la historia argentina y dejó solo caricaturas. El resultado está a la vista: un país sin referencias, una militancia que repite consignas sin saber de dónde viene ni hacia dónde va.
Por eso, cuando dicen que el peronismo “fue roto desde afuera”, uno no puede menos que sonreír. No hace falta que lo rompan. Se lo destruyen solos, desde adentro, con su soberbia y su desmemoria. No hay enemigo más eficaz que la propia decadencia.
La comparación entre Braden o Perón y el presente es otro ejemplo de esa confusión. Ahora resulta que Milei, por ser afín a Donald Trump, encarna la “contracara” del viejo antiimperialismo peronista. Un disparate. En 1946 no había una cruzada contra el imperialismo: había una disputa entre visiones del mundo, entre derechas y izquierdas, entre un nacionalismo popular y una oligarquía liberal que no entendía al pueblo trabajador. Pero el eje no era Washington, ni Moscú, ni Londres: era Buenos Aires.
A Perón lo atacaron los mismos que hoy aplaudirían a sus supuestos herederos. En aquel tiempo, la izquierda progresista —esa misma que luego se disfrazó de socialdemocracia— lo acusaba de fascista. El famoso “Libro Azul” fue redactado por un funcionario comunista que veía en el coronel un peligro para la pureza ideológica. Hoy esa izquierda, reciclada en discursos de minoría ilustrada, se abraza al kirchnerismo y lo llena de citas de Gramsci y de Chomsky, sin advertir que el viejo general habría rechazado con vehemencia semejante deriva.
El peronismo original no era una izquierda sentimental ni un nacionalismo recalcitrante: era una síntesis de orden y justicia social, o, al menos, eso era lo que delamaba el porpio Perón. Su vínculo con Estados Unidos fue complejo, pero jamás de enfrentamiento sistemático. Perón firmó las actas de Chapultepec, se integró a la ONU y defendió la soberanía argentina con la inteligencia de quien sabía moverse entre imperios, aprovechando astutamente lo que cada uno podía aportarle.
El drama del peronismo actual es que perdió toda noción de equilibrio. Confundió militancia con resentimiento, justicia con revancha, memoria con dogma. Convirtió la historia en herramienta de facción. Su dirigencia, incapaz de mirarse críticamente, se refugia en la nostalgia y el odio. Y mientras tanto, el país se fue a la deriva, hasta que un día apareció Milei, ese outsider que ocupó el espacio vacío que ellos mismos dejaron.
Menem cometió el error de abandonar el terreno en 2003, renunciando al ballotage que habría conservado para el peronismo su perfil liberal y republicano. Ese abandono fue el origen del extravío posterior. Desde entonces, el peronismo se vistió de izquierda sin serlo, traicionó su raíz, y terminó cediendo su lugar natural a un liberalismo que hoy canaliza el desencanto popular.
Lo que incomoda no es que el peronismo haya envejecido: es que haya perdido su rumbo fundacional. No hay pensamiento político sin autocrítica. No hay pueblo sin proyecto. Y no hay futuro sin memoria verdadera. Perón se equivocó muchas veces, pero nunca renegó del país. No buscó refugiarse en ideologías extranjeras ni en liderazgos prestados. Supo, como estadista, que gobernar es entender la historia y no repetirla como dogma.
Hoy el peronismo necesita menos épica y más decencia. Dejar de recitar nombres y volver a las ideas. Recordar que el poder es servicio, no espectáculo. Que la soberanía no se declama: se ejerce con inteligencia y trabajo. Y que la historia, cuando se manipula, siempre cobra su precio.
Mientras sigan creyendo que los enemigos son los que piensan distinto y no los que destruyen desde adentro, el movimiento seguirá extraviado. Y no habrá Milei, ni Trump, ni Braden que los salve. Solo un retorno a la verdad, a la razón y al pueblo podría devolverle al peronismo su espejo. Pero para eso hace falta lo que hoy parece más escaso que nunca: memoria, humildad y grandeza moral, algo que el peronismo ha ido perdiendo con el devenir histórico de sus propios gobiernos, trastocando esa docrtina primigenia en arribismo político, corruptela institucionalizada y payesescos espectáculos para la "gilada".







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