



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
En casi dos años de gobierno, Javier Milei emprendió un proyecto que pocos creyeron posible: devolver a la Argentina una noción de normalidad. La palabra puede parecer sencilla, pero en este país significa desmontar décadas de arbitrariedad, intervencionismo y desorden institucional. Normalizar, en el sentido más profundo, es quitar de a una las capas de distorsión que se acumularon sobre la economía, el Estado y la vida cotidiana. No se trata de un acto heroico, sino de un proceso arduo que exige perseverancia, convicción y una cuota de realismo político.
Los primeros resultados comienzan a hacerse visibles. La inflación, ese flagelo que parecía inextinguible, retrocede mes a mes. El superávit fiscal, presentado como un principio innegociable, no es una consigna sino una práctica. Y las tarifas —por años manipuladas para disimular el costo del derroche— empiezan a reflejar valores reales, permitiendo que regresen las inversiones a un sector energético que había sido condenado al abandono. Empresas transportistas y distribuidoras de gas y electricidad anunciaron planes de expansión que suman miles de millones de dólares para la próxima década. En otras palabras, un país que había perdido la brújula económica empieza a encontrarla.
Esa recuperación de reglas básicas también generó un fenómeno inesperado: la vuelta de la confianza. En el exterior, el cambio de rumbo es observado con creciente interés. El Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI) ya propició proyectos por más de 15.000 millones de dólares, y otros tantos aguardan aprobación. El caso de OpenAI, que decidió instalarse en el país con una inversión de magnitud inédita, es quizás el símbolo más claro de esta nueva percepción: Argentina vuelve a ser vista como un terreno fértil para la innovación y la producción.
Detrás de esas cifras hay un dato más profundo: la pobreza comenzó a retroceder. No por decreto, sino por una combinación de estabilidad y apertura. En dos años, millones de argentinos abandonaron la indigencia y volvieron al mercado laboral. La normalización, en este sentido, no es un tecnicismo económico: es la recuperación de una esperanza social que parecía extraviada.
Pero el orden no solo se restablece en las cuentas públicas o en las inversiones. También volvió a las calles. Las escenas de piquetes diarios, cortes y bloqueos —que durante años fueron parte del paisaje urbano— se redujeron drásticamente. El principio de autoridad, denostado durante tanto tiempo, recuperó legitimidad. No se trata de reprimir, sino de restablecer un orden mínimo que permita trabajar, producir y circular. Sin seguridad ni respeto por la ley, no hay posibilidad de desarrollo ni de justicia social.
El rumbo elegido —libertad, transparencia y responsabilidad— es claro, pero también frágil. Mantenerlo requiere coraje político y una sociedad dispuesta a defenderlo. Porque toda transformación real genera resistencias: aquellos que se beneficiaron del desorden no están dispuestos a perder sus privilegios sin luchar. Los sectores que prosperaron al amparo del Estado ineficiente o del clientelismo político buscarán frenar, una vez más, el proceso de cambio.
La Argentina, sin embargo, parece haber iniciado un camino sin retorno. No es un milagro ni una utopía liberal. Es, sencillamente, la lenta reconstrucción de la normalidad. Si algo enseña esta etapa es que el país puede mejorar cuando se imponen reglas claras, cuando se respetan los contratos y cuando el Estado deja de ser un botín para convertirse en una herramienta de servicio.
El desafío ahora es sostener lo alcanzado. Porque normalizar no es un acto puntual: es una disciplina, una manera de entender el poder y la responsabilidad pública. Si el gobierno logra mantener ese rumbo —y la sociedad lo respalda—, quizá dentro de unos años podamos decir que la Argentina, por fin, volvió a ser un país previsible. Y eso, en nuestra historia reciente, sería una verdadera revolución.







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