Milei ante su espejo: el día después del plebiscito

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

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Por más que la Casa Rosada lo niegue, las elecciones legislativas de este domingo son algo más que una simple renovación parlamentaria: son un plebiscito. Javier Milei se enfrenta a las urnas no solo para medir su gestión, sino también para calibrar su propio poder. Lo que está en juego no es un número de bancas, sino el rumbo político del segundo tramo de su mandato. Y en ese sentido, el resultado marcará qué tipo de presidente tendremos el lunes: el Milei que redobla su soledad o el que finalmente acepta la necesidad de construir una mayoría.

El escenario que se abre después del domingo no es sencillo. En el oficialismo lo saben. La derrota de La Libertad Avanza en Buenos Aires, hace poco más de un mes, ya había dejado al desnudo la fragilidad de un proyecto que se alimenta del carisma presidencial, pero sufre a la hora de generar estructura política. Esa caída fue el primer llamado de atención: a partir de entonces, Milei intensificó las reuniones de gabinete, multiplicó las mesas de coordinación y buscó reconstruir vínculos con los gobernadores, especialmente con los del norte y el interior productivo. Pero el ordenamiento interno nunca llegó del todo.

La cúpula libertaria se mueve como un archipiélago: islas con poder, pero sin un continente que las una. En los últimos meses, los enfrentamientos entre Santiago Caputo y Guillermo Francos revelaron hasta qué punto la falta de una jerarquía institucionalizada erosiona la toma de decisiones. Caputo, el consultor que prefiere moverse en las sombras, maneja los resortes más sensibles de la comunicación y la estrategia. Francos, el ministro coordinador, intenta mantener viva la diplomacia política con los bloques opositores. Ambos se necesitan, pero también se irritan mutuamente. Uno representa la intuición del líder; el otro, el intento de racionalidad del sistema.

La renuncia del canciller Gerardo Werthein fue apenas el síntoma visible de esa interna. En el fondo, el conflicto tiene que ver con algo más estructural: quién es el verdadero intérprete del pensamiento presidencial. Milei suele alternar entre ambos polos —el pragmatismo político y la pureza doctrinaria— con la misma velocidad con la que cambia de tono en un discurso. Y eso, inevitablemente, se traslada al Gobierno.

El domingo, una vez que cierre la votación, el Presidente volverá a su búnker simbólico: el Hotel Libertador. El mismo escenario donde en 2023 celebró su salto a la Casa Rosada. Pero esta vez no habrá euforia, sino expectativa contenida. De los números que empiecen a llegar dependerá la magnitud del reacomodamiento político que Milei tiene previsto ejecutar apenas se conozcan los resultados. Está claro que el Presidente planea un rediseño del Gabinete, con nombres que podrían reacomodar la relación de fuerzas dentro del Ejecutivo. Entre ellos, el ascenso de Sebastián Amerio al Ministerio de Justicia y la eventual incorporación del PRO a la gestión, una jugada que, de concretarse, marcaría el inicio de una nueva etapa.

En Olivos ya hubo dos encuentros prolongados entre Milei y Mauricio Macri. No fue solo una foto: fue una negociación de fondo. El ex presidente, pragmático como siempre, sabe que su partido no tiene hoy destino sin una alianza funcional con el Gobierno. Y Milei entiende que, sin una base legislativa ampliada, su agenda de reformas quedará atrapada en el pantano del Congreso. La idea de construir una “nueva mayoría” —como la llamó Macri— no es un gesto de generosidad política, sino una necesidad de supervivencia mutua.

La pregunta es si el libertario está dispuesto a pagar el costo que implica compartir poder. Hasta ahora, su lógica fue exactamente la contraria: centralizar decisiones, delegar responsabilidades y convertir la política en un ejercicio de fidelidades personales. Pero la aritmética parlamentaria es más obstinada que la épica de las redes. Si Milei pretende avanzar con la reforma laboral, la tributaria y el Presupuesto 2026, no le alcanzará con el aplauso del mercado ni con la bendición de Donald Trump. Necesitará acuerdos reales, y eso significa ceder.

En el entorno presidencial algunos imaginan una tregua interna: Francos mantendría la Jefatura de Gabinete y Caputo pasaría a Interior. Es decir, el político y el estratega compartiendo el tablero. Una convivencia forzada, pero acaso inevitable. Milei ya dio señales en esa dirección: empoderó a “Las Fuerzas del Cielo”, el grupo que responde a Caputo, y le delegó la organización del acto en el Movistar Arena. Ese evento, con su mezcla de liturgia mística y estética de demolición, fue una metáfora del momento: un Gobierno que necesita destruir su propia rigidez para poder reinventarse.

El lunes será un punto de inflexión. Si el oficialismo logra un resultado decoroso, Milei intentará traducirlo en autoridad política para impulsar los cambios pendientes. Si el golpe en las urnas es fuerte, el Presidente tendrá que optar entre abrir el juego o atrincherarse en su núcleo duro. Ninguna de las dos opciones garantiza estabilidad, pero la primera al menos ofrece una salida.

Porque más allá de los gestos y las simbologías, el desafío de Milei no está en seguir siendo disruptivo, sino en volverse gobernable. Su mayor obstáculo no es el peronismo, ni siquiera la oposición parlamentaria: es su propio diseño de poder, un esquema vertical, personalista y emocional que le permitió llegar, pero que hoy amenaza con hacerlo tropezar.

En definitiva, la elección del domingo será una radiografía del Milei real, no del personaje. Si el resultado lo obliga a construir una coalición más amplia, el país podría entrar en una etapa de madurez institucional inédita. Si, en cambio, decide redoblar la apuesta y seguir gobernando como un francotirador, el riesgo es que la épica libertaria termine convertida en un ruido de fondo.

El domingo, cuando vuelva a abrirse la puerta del Hotel Libertador, sabremos si el Presidente eligió el camino de la política o el de la soledad.

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