


Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Hay un momento en que la política argentina parece más un ritual que un sistema de gobierno, más una misa laica que un ejercicio de poder. Es el instante en que el político y el ciudadano, ambos fascinados por su propio reflejo, confunden la promesa con el acto, la intención con la ética, el verbo con la ley. Emmanuel Levinas, que no conoció la Argentina pero la describió sin quererlo, advertía sobre los peligros de tres formas de ilusión: la sacralidad, la santidad y la hechicería. En esa tríada se resume, acaso, toda nuestra tragedia nacional.
Lo sagrado, decía Levinas, es lo que absorbe. Lo que anula al hombre bajo el peso de una fuerza que lo supera. En política, esa fuerza toma la forma del líder, del Estado o de la ideología que se vuelve intocable. La idolatría no siempre necesita templos: a veces basta con una cadena nacional. Allí donde el poder se sacraliza, la ética se retira. Y lo que antes era ley se convierte en dogma, lo que era responsabilidad se transforma en liturgia. Es cuando el político se vuelve sacerdote de su propia fe, y el ciudadano, feligrés del milagro prometido.
Pero la santidad, en cambio, no hechiza ni deslumbra. No seduce: exige. Es el ámbito de la ley, del límite, del reconocimiento del otro. En política, la santidad es la república: fría, incómoda, imperfecta, pero justa. Es la ética puesta en acción, la que no necesita pancartas ni slogans porque su grandeza reside en la obligación. Frente a eso, la hechicería es su caricatura: una espiritualidad de la intención, una religión sin norma, una moral sin costo. La hechicería promete redención sin esfuerzo y virtud sin sacrificio. Por eso seduce tanto: porque no pide nada más que creer.
El hechicero político, el de todos los tiempos, no pide fe en Dios ni en la patria: pide fe en su relato. No predica la verdad, sino la verosimilitud. Es el que logra que el público vea lo que no existe y sienta lo que no corresponde. Como en los trucos de salón, lo importante es distraer con una mano mientras la otra roba la billetera. El político hechicero calienta las mentes con promesas, infla las palabras hasta hacerlas levitar, y cuando el encantamiento se rompe, culpa al espectador por no haber creído lo suficiente.
Cada crisis argentina es un nuevo acto de ese espectáculo. Cada cambio de ciclo anuncia un nuevo redentor, cada gobierno promete “refundar” la nación y rescatarla del maleficio del anterior. Los discursos se llenan de ética, de justicia, de república, pero cuanto más se pronuncian esas palabras, menos se las cumple. Es el hechizo de la virtud declamada: basta con decir “ética” para ser considerado ético, “república” para ser republicano, “justicia” para ser justo. En esa inflación de moralina, la ley queda reducida a un adorno institucional, y la responsabilidad a una figura retórica.
Levinas contaba que los sabios judíos desencantaban los hechizos con agua fría. Era una metáfora precisa: enfriar las cabezas, volver al juicio, devolver las cosas a su temperatura real. La política argentina necesita esa agua. No para extinguir la pasión —que siempre es necesaria— sino para distinguir el fuego del incendio. Enfriar la mente es restituir la objetividad de los hechos, poner a prueba las palabras contra la realidad. Si el discurso no resiste el contacto con los hechos, entonces no era ética: era hechicería.
Lo más peligroso no es la falta de fe, sino su exceso. Esa fe ciega en la propia palabra, ese convencimiento de que basta con tener buenas intenciones para purificarse del daño que se causa. Es la ilusión de gobernar sin mancharse, de ejercer el poder sin corromperse, de prometer sin cumplir y no ser juzgado por ello. Es, como dice Levinas, la “tentación de la tentación”: creer que se puede jugar con el mal sin ensuciarse, manipular el poder sin volverse parte de su hechizo. En la Argentina, esa ilusión se repite como una coreografía: cada generación se cree distinta de la anterior, pero repite el mismo encantamiento con otro vestuario.
El agua fría de la ley es lo único que puede romper ese ciclo. La ley —como estructura y límite— preserva lo santo frente a lo mágico, la ética frente a la narrativa, la justicia frente a la emoción. No hay política justa sin el rigor de la norma, del procedimiento, del cumplimiento. Y, sin embargo, nos seduce más la idea de “sentir” justicia que de practicarla, más el verbo encendido que la letra fría. Así, seguimos bajo el embrujo de creer que basta con desear el bien para hacerlo realidad.
Desencantar la política argentina no es perder la esperanza, sino devolverle su peso. No se trata de descreer de todo, sino de medirlo con hechos. Evaluar a los líderes no por su retórica, sino por su eficacia ética. Juzgar sus promesas con la misma severidad con que ellos juzgan las ajenas. El verdadero realismo no es cinismo: es la pedagogía del desengaño.
Cuando el fervor se enfría, cuando la mente recupera la calma, la magia se desvanece. Entonces queda lo que siempre debería haber estado: la ley, el juicio, la responsabilidad. Esa frialdad no es indiferencia; es la temperatura moral de una ciudadanía adulta. Porque mientras sigamos creyendo que la intención basta, seguiremos atrapados en el hechizo del discurso, en la ilusión de la pureza sin ley. Y la política argentina, como una ceremonia repetida hasta el agotamiento, seguirá invocando el cambio mientras adora sus propios conjuros.




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