



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
En tiempos donde el vértigo define la vida cotidiana, hay un soberano que no necesita presentarse: ya está en todas partes, infiltrado en cada gesto y en cada aspiración social. Ese monarca, que Francisco de Quevedo retrató con precisión quirúrgica hace cuatro siglos, es hoy más vigente que nunca. “Poderoso caballero es don Dinero”, escribió el poeta, y la frase resuena en un mundo que ha llevado al materialismo a una escala que ni el mercantilismo europeo hubiera imaginado. La diferencia es que, en la actualidad, el dinero no solo concede privilegios: estructura identidades, legitima discursos y define horizontes de posibilidad.
Vivimos en una época donde el valor de las cosas —y de las personas— parece medirse por su precio. En esta lógica, el dinero no es solo un medio: es un fin, un refugio emocional, un símbolo de pertenencia. Quevedo señalaba que “da y quita el decoro” y que “quebranta cualquier fuero”. Ese poder de arrasamiento, ese privilegio de convertir lo que toca en ley o excepción, se ha naturalizado en la cultura contemporánea con una facilidad que espanta. En un mercado globalizado que promueve el consumo como vía de realización personal, la adoración por el dinero deja de ser una práctica vergonzante y se vuelve parte del paisaje.
Hoy, “don Dinero” no solo vuelve “galán” a quien lo posee, como escribía el poeta; también maquilla biografías, disimula responsabilidades y construye relatos. En el mundo materialista que habitamos, no hay contradicción entre proclamar valores y perseguir ganancias, entre denunciar desigualdades y especular en los mercados. La moral se acomoda, dúctil, a la cotización del día. Porque el dinero tiene ese extraño talento: convierte en virtuoso lo que, sin él, sería apenas una anécdota mediocre.
Quevedo retrataba un dinero que nacía “honrado” en las Indias, moría en España y era enterrado en Génova. En el siglo XXI, esa travesía parece un detalle pintoresco frente a la velocidad con que los capitales hoy recorren el mundo. En fracciones de segundo, cruzan fronteras, desestabilizan monedas, financian campañas políticas o compran voluntades. Su movilidad es tal que se ha emancipado de los Estados y, en cierto sentido, también de las sociedades. Los países luchan por atraerlo como si fuera un dios caprichoso al que es preciso rendir culto, incluso cuando ese culto sacrifica autonomía, justicia o dignidad.
La majestad de “don Dinero”, decía el poeta, se mantenía intacta incluso cuando era “hecho cuartos”. Hoy, el dinero ni siquiera necesita justificarse: su autoridad existe por la sola fuerza de su presencia. En esta sociedad donde la meritocracia convive con la desigualdad estructural, donde se presume que el éxito económico es fruto exclusivo del esfuerzo personal, se refuerza una narrativa que convierte la riqueza en virtud moral. El resultado es visible: la empatía social se erosiona y la pobreza deja de interpelar como injusticia para ser leída, en muchos discursos, como falla individual.
En este paisaje, el materialismo no es solo una filosofía accidental: es el idioma común. La búsqueda de bienestar se confunde con la acumulación de bienes, y la identidad se expresa tanto en lo que uno piensa como en lo que uno tiene. Quevedo advertía que, ante el dinero, “nunca vi damas ingratas”, aludiendo a la facilidad con que el oro compraba afectos y voluntades. Hoy, esa lógica se replica en relaciones personales, laborales y políticas. Allí donde hay dinero, hay una propensión a la complacencia, una inclinación a la indulgencia. El poder económico suaviza errores y magnifica virtudes.
Pero la faceta más inquietante del dinero contemporáneo es su capacidad para borrar límites. “Hace iguales al duque y al ganadero”, decía el poeta, celebrando irónicamente su capacidad niveladora. En nuestra época, esa igualdad se ha vuelto otra forma de desigualdad: todos compiten por lo mismo, pero no todos parten del mismo lugar. El dinero, en lugar de democratizar oportunidades, profundiza brechas. La supuesta igualdad del mercado es apenas un espejismo, una promesa que oculta jerarquías que se reproducen y se consolidan.
La cultura actual promueve una devoción casi religiosa por la abundancia. La austeridad, que alguna vez fue virtud cívica, hoy se asocia a fracaso. La solvencia económica no solo abre puertas: determina el respeto social. Quevedo observaba que hasta el juez más severo “ablanda” ante el dinero. La modernidad, lejos de corregir ese sesgo, lo institucionalizó en forma de lobbies, influencias, financiamientos opacos y privilegios regulados. Lo que antes se escondía, ahora se justifica como parte necesaria del engranaje.
Y sin embargo, pese a su imponente vigencia, el dinero exhibe una fragilidad estructural: depende del deseo humano. Vive del reconocimiento social. Lo que hace poderoso a ese “caballero” no es su brillo, sino la obsesión colectiva por su posesión. En un mundo donde el materialismo desborda y condiciona nuestras decisiones, quizás la verdadera pregunta no sea cuánta riqueza acumulamos, sino qué dejamos de ver en el proceso.
La modernidad nos volvió expertos en medirlo todo, pero incapaces de evaluar lo esencial. Quevedo lo intuía: el dinero transforma, seduce, iguala y corrompe. Pero también nos vuelve prisioneros de su lógica. En un siglo saturado de estímulos, recuperar una escala de valores que no dependa del patrimonio parece un desafío tan urgente como improbable. Porque en esta era de culto al consumo, la libertad individual se ha convertido, paradójicamente, en otro bien de lujo.






Bullrich busca un primer triunfo en el Senado y se prepara para encabezar el debate por la reforma laboral

Máximo Kirchner cruzó al Gobierno por la compra de los F-16 y reclamó “Cristina libre” en un acto de Derechos Humanos


ATE convoca a un paro nacional y marcha al Congreso contra la reforma laboral

Una nueva doctrina para los servicios: el Gobierno redefine la inteligencia nacional

Polémica por el nombramiento de Cristian Auguadra al frente de la SIDE

Lilia Lemoine y la controversia por el “bullying” en el Congreso


Crujidos en el bloque kirchnerista: tensiones internas en la antesala de las extraordinarias

Milei ordena la interna libertaria para acelerar la agenda de reformas


















