



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
El resultado electoral del presidente Javier Milei fue, sin dudas, espectacular. No solo porque consolidó una mayoría inédita para un gobierno que nació sin estructura política, sino porque puso sobre la mesa —una vez más— la discusión más antigua de la Argentina moderna: ¿es posible aplicar un programa liberal clásico en un país históricamente estatista?
Milei, con su estilo confrontativo y su discurso antiestablishment, ha logrado algo que pocos imaginaron hace apenas un año. Su narrativa sobre la necesidad de “sacar al Estado de encima de la gente” encontró eco en una sociedad harta de la inflación crónica, los impuestos asfixiantes y la inseguridad cotidiana. Hoy, con una mayor representación en el Congreso, el presidente se dispone a profundizar su agenda de reformas laborales, tributarias y de desregulación económica. Pero el verdadero desafío comienza ahora: pasar del discurso incendiario a la gestión sostenida.
Resulta llamativo observar cómo Milei ha reintroducido en el debate público ideas que parecían enterradas desde hace décadas. Nombres como Ludwig von Mises, Friedrich Hayek o Murray Rothbard, habituales en los manuales universitarios de economía liberal, volvieron a circular en los medios y las redes sociales. Su prédica contra el “colectivismo” y el intervencionismo estatal rescata —con matices— la tradición de Juan Bautista Alberdi, quien en el siglo XIX definió la Constitución de 1853 como un proyecto para liberar la iniciativa individual del peso fiscal y burocrático del Estado.
Aquella visión convirtió a la Argentina en un modelo de progreso. A fines del siglo XIX, los salarios y el nivel de vida del obrero argentino eran comparables —e incluso superiores— a los de Europa. La inmigración masiva, la educación pública de calidad y la estabilidad monetaria hicieron del país un faro regional. Pero el siglo XX fue testigo del regreso del estatismo, de los ciclos de populismo y del uso político de la economía, desde Yrigoyen hasta el peronismo. Milei busca revertir ese rumbo y, en su visión, “restaurar” la Argentina del mérito, la competencia y la libertad económica.
La pregunta, sin embargo, es si un proyecto de esa magnitud puede prosperar en el marco de las restricciones políticas actuales. Aun con un Congreso más favorable, Milei sabe que no dispone de una mayoría automática. Necesitará construir acuerdos, algo que, paradójicamente, lo obligará a ejercitar la misma habilidad que solía despreciar: la negociación política.
Su llamado a los gobernadores y a “decenas de diputados y senadores de otros partidos” apunta en esa dirección. El Presidente parece entender que la gobernabilidad no depende solo de la convicción ideológica, sino también de la capacidad para tejer consensos. En esto, puede mirar la historia reciente: cada vez que un gobierno intentó imponer reformas sin acuerdos amplios —desde el “Rodrigazo” hasta la crisis del 2001—, la sociedad respondió con un contundente rechazo.
El liberalismo que Milei enarbola no es, en sí mismo, un problema. Lo riesgoso sería convertirlo en dogma. Los grandes pensadores liberales, de Adam Smith a Hayek, advirtieron sobre los límites del conocimiento humano: ningún gobierno —ni siquiera uno que se proclame libertario— puede prever todas las consecuencias de sus decisiones. Como recordaba Karl Popper, el conocimiento es siempre provisional, sujeto a refutación. Traducido a la política: las reformas deben ser evaluadas, corregidas y adaptadas a la realidad, no impuestas como verdades reveladas.
En ese sentido, algunos economistas advierten que una desregulación excesiva, sin un marco institucional sólido, puede generar abusos o desigualdades difíciles de revertir. La libertad económica no debe confundirse con anarquía. El propio Hayek insistía en que el orden espontáneo del mercado solo prospera cuando existen reglas claras y respeto por los contratos.
Milei suele comparar su proyecto con el espíritu de la batalla de Caseros, que en 1852 puso fin al autoritarismo rosista y abrió paso al liberalismo político y económico. La referencia es simbólicamente potente: entonces, como ahora, la Argentina intentaba dejar atrás años de atraso y centralismo. Pero la historia también enseña que el progreso no se consolidó por decreto, sino por la lenta construcción de instituciones y consensos.
La gran paradoja del país es que, cada vez que alcanzó un nivel de bienestar considerable, creyó que el progreso era irreversible. Tocqueville lo advirtió hace más de un siglo: los pueblos que dan por sentado su desarrollo son los que más rápido lo pierden. En la Argentina, esa confianza excesiva allanó el terreno para las ideas intervencionistas que dominaron el siglo pasado.
Hoy, el Gobierno de Milei enfrenta una oportunidad histórica: demostrar que es posible combinar austeridad fiscal, crecimiento económico y estabilidad política. Su mensaje de honestidad y frontalidad, visible incluso en sus discursos sin teleprompter, ha generado empatía en una parte importante de la población. Pero el entusiasmo electoral no garantiza éxito duradero.
El mundo observa a la Argentina con una mezcla de curiosidad y escepticismo. Si Milei logra transformar su revolución retórica en resultados concretos —baja de inflación, recuperación del salario, inversión productiva—, su experiencia podría inspirar a otros países asfixiados por el gasto público. Si fracasa, reforzará el prejuicio de que el liberalismo es una utopía de laboratorio.
El nuevo experimento liberal argentino, en definitiva, no se jugará en las redes ni en los foros internacionales, sino en el día a día de la economía real, en la calidad del empleo y en la confianza de los ciudadanos. Como toda revolución, su éxito dependerá menos de la pureza doctrinaria que de la capacidad de combinar ideas con pragmatismo. Y esa, quizás, sea la prueba de fuego más difícil para un presidente que hizo de la coherencia ideológica su mayor virtud —y su mayor riesgo.





El mundo reacciona al triunfo de Milei: la prensa internacional destaca la consolidación del poder liberal en Argentina
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