El voto de la madurez: la Argentina que decidió dejar atrás el pasado

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

En la Argentina, las elecciones suelen ser más terapéuticas que políticas. Sirven para gritar, para castigar, para vengarse de algo o de alguien. Pero la de este domingo fue distinta. No hubo berrinche, ni voto culposo, ni miedo. Hubo madurez. Por primera vez en mucho tiempo, el electorado —ese monstruo de mil cabezas que tanto asusta a los políticos cuando piensa por sí mismo— decidió no reaccionar, sino razonar. Y eso, en un país donde la emoción suele gobernar más que la ley, es un acontecimiento histórico.

El resultado mostró algo más profundo que un apoyo coyuntural a Javier Milei. Mostró que una parte muy significativa de los argentinos, sobre todo la clase media, entendió el contexto. Entendió que los primeros dos años del gobierno libertario fueron, para decirlo sin anestesia, un desierto. Pero también entendió que a veces hay que cruzar el desierto para llegar a alguna parte. El votante, cansado pero lúcido, decidió que la travesía valía el esfuerzo.

Esa comprensión no es menor. La clase media argentina, que históricamente fue el motor del país y su termómetro moral, había pasado los últimos veinte años corriendo detrás de la zanahoria populista. Le prometieron protección y terminó ahogada en impuestos. Le hablaron de inclusión y la empujaron hacia la pobreza. Le vendieron un Estado presente y le dejaron un Estado arruinado. Cuando el asistencialismo se convirtió en clientelismo y el clientelismo en una forma de control social, el país dejó de ser una república para volverse una dependencia.

El voto de este domingo fue, entre otras cosas, un divorcio. El electorado decidió cortar con ese viejo matrimonio tóxico entre el ciudadano y el puntero. Entre el “te ayudo si me votás” y el “te voto si me das algo”. Fue la ruptura con el kirchnerismo entendido como cultura política, más allá de nombres o slogans. Porque si algo quedó claro, es que la sociedad ya no quiere volver a esa Argentina del subsidio infinito, del relato heroico y de los bolsos que pesaban más que la memoria.

El otro dato central fue la Provincia de Buenos Aires, el corazón político —y patológico— del peronismo. Durante décadas fue su feudo, su refugio y su caja. Pero esta vez el bastión se resquebrajó. La gente, incluso en los distritos más históricamente leales, le dio la espalda al desorden, a la pelea interna, a la falta de liderazgo y, sobre todo, al fracaso. Porque la gestión peronista bonaerense no solo se quedó sin resultados: se quedó sin relato. Ni Kicillof ni Máximo ni los intendentes pudieron convencer a un votante que ya no come con promesas ni se asusta con fantasmas.

Y ahí entra otro elemento decisivo: el votante independiente. Ese que no se pinta la cara de celeste ni de violeta, que no va a marchas ni grita consignas, pero que define las elecciones. Ese sector entendió que el verdadero dilema no era Milei sí o Milei no, sino cambio sí o cambio no. Y votó en consecuencia. No por fanatismo, sino por necesidad. Votó para darle al Presidente las herramientas que necesita en el Congreso, no para adorarlo. Le dio poder, pero no impunidad. Le dio crédito, no devoción.

El resultado de las urnas también expresó algo que los políticos suelen subestimar: el hartazgo. Un hartazgo medido, sereno, pero profundo. La mayoría de los argentinos ya no tolera el populismo de los dirigentes ricos y el pueblo pobre, la inflación como paisaje, la inseguridad como rutina, el narcotráfico como condena. Votó para salir de ese pantano donde el progreso era un privilegio y la pobreza, una herramienta electoral.

En ese marco, la introducción del sistema de Boleta Única de Papel fue una revolución silenciosa. Un cambio técnico, sí, pero de consecuencias morales. Por primera vez en décadas, el votante pudo elegir sin intermediarios, sin que la militancia electoral le metiera la mano en el sobre ni en la conciencia. El sistema eliminó la trampa, redujo la manipulación y devolvió la intimidad al acto de votar. Hasta Juan Grabois, sin querer, lo admitió cuando lamentó que “la boleta única terminó con años de militancia electoral”. Tenía razón: terminó con la militancia obligada, con los ejércitos de fiscales militantes que repartían miedo y sobres. Devolvió la elección a quien siempre debió tenerla: el ciudadano.

El país votó distinto porque pudo votar distinto. La libertad electoral no es sólo poder elegir entre opciones: es poder hacerlo sin condicionamientos. Y eso, en un país acostumbrado al aparato, es casi una revolución cultural.

Lo que sigue será más difícil. La sociedad ya cumplió su parte: soportó la crisis, entendió el sacrificio y ratificó el rumbo. Ahora le toca al gobierno. Milei tiene por delante la tarea más ingrata: transformar el voto de confianza en resultados visibles. Hacer que la austeridad no se confunda con insensibilidad, que la reforma no se vuelva revancha y que el cambio no se agote en la retórica.

Pero esta elección deja una certeza: el país cambió de piel. Ya no se cree los discursos mesiánicos ni las épicas vacías. El argentino medio no espera milagros, espera normalidad. Quiere un país donde las reglas se cumplan, los que trabajan progresen y los que gobiernan rindan cuentas.

Este domingo, el voto argentino no fue un impulso: fue una reflexión. Fue la confirmación de que, pese a todo, este país sigue teniendo una reserva moral que no se deja comprar ni engañar. El electorado decidió madurar. Y en la Argentina, eso es mucho más revolucionario que cualquier reforma.

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