



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Javier Milei volvió a sorprender. Contra todos los pronósticos, el libertario logró consolidar una victoria legislativa que refuerza su poder político y lo deja en una posición envidiable para encarar la segunda etapa de su gobierno. En apenas un año, pasó de ser un outsider disruptivo a un mandatario que, con el respaldo de las urnas, tiene la posibilidad de reformar de manera profunda la economía argentina. Pero el capital político, como el dinero, se evapora si no se lo administra bien. Y Milei enfrenta ahora su prueba más compleja: pasar de la demolición del viejo Estado al arte más difícil de todos, que es construir.
La economía le dio aire, pero también le marca los límites. Los recortes que aplicó su administración son, probablemente, los más duros que haya experimentado un país con régimen democrático en décadas. El ajuste fue monumental: se achicó el gasto público, se redujo la emisión y se contuvo una inflación que parecía fuera de control. Lo que parecía un salto al vacío terminó transformándose en un esquema de orden que la sociedad, contra todos los pronósticos, decidió volver a respaldar. El argentino medio, después de años de vivir con inflación crónica, controles absurdos y déficit eternos, eligió seguir apostando a la disciplina.
Milei, que durante su campaña se presentó como el economista dispuesto a dinamitar el sistema, se transformó en el presidente que mejor encarna el sentido común fiscal. Lo paradójico es que lo logró no por moderarse en su discurso, sino por mantener una línea clara y coherente. En un país acostumbrado a la improvisación, esa consistencia fue interpretada como seriedad. El mensaje del “no hay plata” se convirtió en un principio de orden.
Sin embargo, la etapa que se abre ahora es más compleja. Milei ya no puede vivir del relato de la motosierra: necesita resultados visibles. El ajuste logró evitar una crisis terminal, pero no generó todavía una recuperación. La próxima fase exige reformas más sofisticadas: avanzar en la desregulación, simplificar impuestos, abrir mercados y redefinir la política monetaria. No alcanza con frenar la emisión; es hora de ordenar la relación entre el peso, las tasas y las reservas.
El esquema cambiario actual —una banda de flotación con un peso sostenido artificialmente fuerte— sirvió para frenar la inflación, pero empieza a mostrar agotamiento. El Banco Central debe recuperar la acumulación de reservas y permitir una mayor flexibilidad del tipo de cambio. Solo así se podrá recuperar la competitividad y atraer inversiones genuinas. Si el Gobierno logra combinar disciplina fiscal con una política monetaria creíble, Argentina podría volver a financiarse en los mercados internacionales y refinanciar vencimientos por más de 20.000 millones de dólares el próximo año.
Pero no se trata solo de técnica económica. Milei deberá ahora construir poder político. Con un tercio consolidado en Diputados y una oposición fragmentada, tiene margen para negociar, pero necesita hacerlo. Sin alianzas, las reformas estructurales quedarán atrapadas en la retórica. El presidente no puede repetir el error de creer que la mayoría moral es suficiente para gobernar: debe tejer una mayoría parlamentaria.
El momento político es inmejorable. La oposición peronista todavía busca reacomodarse tras la derrota y el PRO, bajo la influencia de Mauricio Macri, parece dispuesto a respaldar las ideas liberales que antes le costaban sostener. Pero la luna de miel no es eterna. La sociedad argentina es impaciente: tolera los sacrificios si percibe rumbo, pero no perdona la improvisación ni la soberbia.
En este contexto, Milei enfrenta el desafío de transformar el apoyo popular en un proyecto de país. Si logra avanzar hacia la normalización macroeconómica —con equilibrio fiscal, moneda estable y un Estado eficiente—, podría alterar los cimientos de la política argentina. Un país donde el peronismo se vea obligado a aceptar la disciplina fiscal sería un país distinto. Ese es, en el fondo, el cambio más profundo que Milei puede provocar: no solo reformar el Estado, sino reformar la cultura política.
El mundo lo observa con atención. Mientras las economías desarrolladas enfrentan déficits crecientes, deuda récord y una sociedad que resiste los ajustes, la experiencia argentina ofrece una lección inesperada: que incluso una democracia golpeada puede respaldar una agenda de austeridad si percibe que hay un propósito. Milei demostró que se puede ganar elecciones prometiendo sacrificio, algo que parecía imposible.
Pero su mayor amenaza no es la oposición ni los mercados, sino él mismo. Su temperamento, su tendencia a la confrontación y su desdén por las formas institucionales pueden convertirse en un freno a sus propios objetivos. Gobernar requiere saber ceder, construir consensos y entender que el enemigo no siempre está enfrente. Si logra dominar su carácter y ampliar su base política, el segundo tiempo puede ser el más productivo de su gestión.
Argentina tiene una oportunidad única: ordenar su economía sin tutelas externas y con legitimidad democrática. Milei ya hizo lo más difícil, que fue convencer a la sociedad de que el ajuste era necesario. Ahora debe hacer lo más importante: demostrar que, después del ajuste, existe un camino de crecimiento y esperanza.
El tiempo corre. La historia dirá si Javier Milei fue apenas una anomalía del enojo o el presidente que logró que Argentina, por fin, empezara a comportarse como un país normal.







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