El peronismo frente al espejo: la implosión que todos ven, pero nadie admite

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Hay momentos en la historia de los movimientos políticos en que el silencio pesa más que las palabras. El peronismo vive uno de esos instantes. Tras la avalancha violeta que arrasó con casi todo el mapa electoral, el viejo partido del poder volvió a quedar ante su espejo: un mosaico de liderazgos exhaustos, facciones enfrentadas y proyectos personales que se superponen sin rumbo común. La tregua incómoda que alguna vez sostuvieron Axel Kicillof, Sergio Massa y Cristina Fernández de Kirchner se rompió en mil pedazos, y lo que hoy emerge entre los restos es un peronismo que no sabe si está discutiendo una estrategia o su propia supervivencia.

Lo que se respira en La Plata es más que un malestar: es el olor a ruptura contenida. Nadie quiere ser el primero en firmar el divorcio, pero todos actúan como si ya estuviera consumado. En el entorno del gobernador Kicillof repiten que “la relación está rota”, aunque sin planes inmediatos de dinamitar los puentes formales que aún los vinculan con el cristinismo. No hay, por ahora, desplazamientos de ministros camporistas ni gestos abiertos de guerra, pero sí un distanciamiento que se mide en desconfianza y reproches. “¿Para qué romper más si ellos ya lo hicieron?”, deslizan en el despacho del mandatario provincial, convencidos de que la fractura bonaerense es un hecho desde hace meses.

El quiebre, aseguran, no comenzó con la derrota electoral, sino con el desdoblamiento de los comicios provinciales. Fue allí, cuando Cristina Kirchner ordenó a sus legisladores frenar la iniciativa de Kicillof, que la cuerda empezó a tensarse sin retorno. Desde entonces, cada paso fue una señal de desgaste: los actos en los que Máximo Kirchner evitó mencionarlo, las canciones poco amables que La Cámpora le dedicó y las críticas públicas en plena campaña. El vínculo se transformó en una convivencia forzada, sin afecto ni propósito común.

Kicillof, dicen sus allegados, eligió un camino distinto: el de la diferenciación controlada. Sabe que cualquier movimiento brusco puede desatar una tormenta mayor y prefiere avanzar de a poco, construyendo un poder propio sin pedir permiso. Su meta es clara: llegar al 2027 con la autoridad política suficiente para no depender del dedo de Cristina. Por eso se aferra a una idea de autonomía que dentro del kirchnerismo se interpreta como traición. En la intimidad de su círculo, el gobernador reivindica haber enfrentado a la ex presidenta, haber impuesto sus candidatos y haber marcado territorio en la provincia. Lo que antes era una subordinación casi teológica se transformó en una relación de mutua desconfianza.

En el cristinismo, la lectura es otra. Admiten las tensiones, pero se niegan a aceptar la palabra “ruptura”. Para ellos, hablar de quiebres cuando enfrente hay una fuerza libertaria consolidada sería una torpeza histórica. “No es momento de dividir, sino de construir un nuevo proyecto que le hable a la gente”, repiten, apelando a una unidad que suena más a consigna que a convicción. Sin embargo, detrás del discurso conciliador late una certeza amarga: el ciclo del kirchnerismo como columna vertebral del peronismo parece agotado. La derrota no solo fue electoral, sino simbólica.

En los márgenes del poder bonaerense crecen los sectores que le reclaman a Kicillof un gesto más nítido, una ruptura sin eufemismos que ordene el tablero y marque un nuevo liderazgo. Pero el gobernador elige la cautela. No quiere ser el responsable de incendiar el espacio justo cuando la sociedad mira con recelo al viejo orden político. Prefiere mostrarse como el dirigente racional, el que mantiene los pies sobre la tierra mientras otros se pelean por los despojos.

Cristina, por su parte, volvió a hablar. Desde su reclusión, publicó un documento que volvió a apuntar contra Kicillof y calificó su estrategia de desdoblar las elecciones como “un error político” con consecuencias nacionales. Lo que en otro tiempo habría sido una advertencia privada, hoy se convirtió en un mensaje público que reabre todas las heridas. Detrás de la autocrítica y el análisis histórico, la ex presidenta dejó entrever el mismo diagnóstico que recorre los pasillos del Instituto Patria: el gobernador se equivocó y debe asumir el costo.

En ese intercambio permanente de pases de factura se esconde la verdadera disputa: quién conducirá el futuro del peronismo. La política no tolera los vacíos, y la caída del kirchnerismo como factor dominante dejó un espacio que todos quieren ocupar. Kicillof busca hacerlo desde la gestión y la legitimidad institucional; Cristina intenta conservar influencia a través del relato y la mística; Massa, aunque golpeado, aún teje alianzas en silencio. Pero ninguno parece tener, por ahora, el poder simbólico o territorial para ordenar el conjunto.

Lo que el domingo pasado dejó al descubierto no fue solo una derrota electoral, sino una crisis de representación. El peronismo ya no encarna un proyecto colectivo, sino un archipiélago de intereses dispersos. La gente, mientras tanto, observa desde afuera una pelea que ya no siente propia. Y eso, quizás, sea el dato más inquietante: el movimiento que alguna vez se definió por su conexión con el pueblo parece hoy encerrado en una interna de dirigentes que se hablan a sí mismos.

El futuro inmediato pondrá a prueba esa fragilidad. El debate por el Presupuesto bonaerense será el primer campo de batalla donde se verá hasta dónde llega la “unidad” proclamada y cuánto pesa la ruptura real. Allí, sin discursos ni comunicados, se revelará quién está dispuesto a acompañar a quién.

El peronismo se enfrenta a un dilema clásico: reformularse o resignarse. Puede seguir girando alrededor del mito de Cristina o animarse a una renovación que le devuelva sentido y destino. Pero lo que ya no podrá hacer es mirar para otro lado. Porque, como enseña la historia, las fracturas que se niegan suelen ser las que terminan destruyendo todo.

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