



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Hay una frase que suele repetirse en los debates económicos argentinos: “con políticas sensatas, todo mejoraría”. Suena lógico, casi de sentido común. Pero esa lógica choca de frente con nuestra historia. En más de cuatro décadas de democracia, ningún gobierno logró sostener un rumbo económico sensato y estable. Ni siquiera aquellos que quisieron hacerlo. La excepción —parcial, acotada y fugaz— fue la primera presidencia de Carlos Menem. Por eso, el problema argentino no puede explicarse como una mera sucesión de malas gestiones o malas decisiones. Lo que está en juego no es un modelo de política económica, sino el sistema económico en sí.
En la Argentina no fallan las medidas: falla el marco en el que se aplican. Cambiar ministros, programas o nombres de planes no modifica una estructura que, por diseño, desalienta la inversión, distorsiona los precios y premia el poder corporativo. Es como cambiarle las bujías a un motor fundido: puede arrancar un rato, pero no va a llegar muy lejos.
Desde mediados del siglo XX, el país opera dentro de un sistema único, que combinó de manera disfuncional elementos de capitalismo y socialismo. Un híbrido que, a falta de mejor definición, podría describirse como populismo corporativo con protección excesiva. Su raíz está en la fusión entre el Estado, los sindicatos y el partido político dominante, un trípode que organizó la vida económica sobre la base del control, el reparto y la intervención.
El resultado fue un ecosistema económico que funciona para quienes lo manejan, no para quienes producen. Por eso perdura. George Stigler decía que si una regulación o un sistema se mantiene por décadas, es porque es “eficiente” en su propio objetivo: garantizar beneficios a los grupos que lo sostienen. Argentina es la prueba empírica de esa paradoja. El sistema es eficiente en generar ineficiencia.
El origen se remonta a Juan Domingo Perón, quien adaptó al país el modelo corporativista europeo de la posguerra. Pero, a diferencia de Mussolini —a quien admiraba—, Perón enfrentó al capital en lugar de cooptarlo. Creó así un esquema “rengo”: un capitalismo sin competencia y un socialismo sin planificación. Sus sucesores perfeccionaron el modelo, incorporando al empresariado como socio dependiente del Estado.
Durante décadas, Argentina alternó entre dos versiones del mismo régimen: la populista, basada en el consumo expansivo, y la autoritaria, basada en la inversión dirigida. Una fracasaba por falta de dólares; la otra, por falta de legitimidad. En ambas, la inflación, la deuda y las crisis externas fueron síntomas recurrentes.
La estabilidad —esa palabra que parece un lujo en el país— solo se alcanzó durante los años de convertibilidad. Domingo Cavallo comprendió que el problema no era el déficit, sino el sistema. Si el Estado podía emitir para financiar su propio gasto, siempre habría inflación. Su solución fue eliminar la discrecionalidad monetaria y anclar la confianza en una regla de hierro. Durante una década, Argentina ensayó su transición hacia una economía abierta y competitiva. El colapso de 2001 fue, en realidad, la victoria de los intereses que se oponían a esa transformación.
La devaluación posterior no solo destruyó los ahorros; restauró el engranaje del sistema corporativo. Emitir, devaluar, licuar, volver a emitir. Un círculo vicioso que desde 1946 garantiza lo mismo: una inflación crónica, salarios deteriorados y empresarios que dependen más del favor estatal que del talento propio.
Por eso, la estabilidad monetaria no es un lujo, sino el punto de partida. Ninguna reforma —laboral, fiscal o comercial— puede prosperar sobre un terreno inestable. Cuando los precios cambian cada semana, los empresarios calculan su rentabilidad no en base a productividad, sino a protección. Buscan resguardo en subsidios, exenciones o tipos de cambio diferenciales. Así se alimenta el sistema que los protege del riesgo… y del progreso.
El actual gobierno parece haber comprendido, al menos en parte, esa lógica. Javier Milei no entró en política solo para ajustar las cuentas, sino para romper el molde que impide al país crecer. Su bandera es la estabilidad, y en ese sentido, ha logrado algo valioso: reinstalar en la discusión pública la importancia del equilibrio fiscal y de una moneda confiable. Pero la batalla está lejos de ganarse. Una inflación del 2% mensual sigue siendo alta, y el escepticismo de los mercados no es ideológico: es histórico. Argentina ha incumplido tantas veces que ya nadie apuesta sin garantías.
Romper con el statu quo requerirá más que discursos o decretos. Implica desmontar un sistema de incentivos que beneficia a políticos, sindicalistas y empresarios por igual. Cada uno de esos actores tiene poder de veto. Y, como enseña la historia, cada vez que alguien intenta cambiar las reglas, los guardianes del viejo orden se unen para impedirlo.
Algunos economistas plantean que bastaría con una flotación libre o con mayor independencia del Banco Central. Pero un esquema así difícilmente garantice la estabilidad necesaria. El peso, desde hace décadas, es el combustible del sistema populista.
Argentina no necesita solo reformas: necesita reemplazar su sistema económico. Pasar de un modelo basado en prebendas y privilegios a otro basado en competencia y mérito. No será rápido ni indoloro. Pero seguir haciendo lo mismo, esperando resultados distintos, ya no es una opción.
La estabilidad no es una utopía: es el punto cero del desarrollo. Sin moneda, no hay confianza; sin confianza, no hay inversión; sin inversión, no hay crecimiento. Todo lo demás —el empleo, el crédito, el bienestar— depende de esa piedra fundacional. El desafío es monumental, pero la historia muestra que, cuando el sistema no cambia, la crisis siempre se repite.






El Gobierno pospone la reforma previsional y busca estabilizar al PAMI en medio del déficit

Máximo Kirchner reclama unidad y acepta competir por la conducción del PJ bonaerense

La Comisión Investigadora del caso $LIBRA lleva su reclamo a la Corte Suprema y apunta al entorno presidencial

La enigmática “Meme” Vázquez: la asesora sin cargo que une a Adorni, Santilli y Techint





La oposición busca cerrar el año legislativo con una sesión de despedidas y últimos proyectos

Milei en Bolivia: afinidad política y gestos simbólicos en la asunción de Rodrigo Paz Pereira

















