La CGT y el fin de una era: el ocaso de los viejos caciques sindicales

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

La reciente elección en la Confederación General del Trabajo no solo consagró un nuevo triunvirato, sino que selló el final de una etapa histórica del sindicalismo argentino. Por primera vez en décadas, “los Gordos” —aquellos dirigentes de los grandes gremios de servicios, habituados a marcar el rumbo de la central obrera— ya no lograron imponer su voluntad. El bloque que durante años monopolizó las decisiones de la CGT se topó con un cambio profundo, acaso inevitable, producto de una realidad política que también muta con rapidez.

El sindicalismo tradicional, ese que durante años supo convivir con todos los gobiernos, de Menem a Fernández, hoy se enfrenta a un espejo incómodo: el de su propio desgaste. Armando Cavalieri (Comercio) y Héctor Daer (Sanidad) llegaron a esta elección unidos, después de algunos años de desencuentros, con el objetivo de sostener su influencia. Pero la alianza que conformaron junto a Luis Barrionuevo y a los gremios del transporte no fue suficiente. Se encontraron frente a una nueva camada de dirigentes que, sin renegar de las viejas estructuras, decidieron apostar por un sindicalismo más abierto, más dispuesto al diálogo y menos atado al pasado.

El símbolo de esa renovación es Cristian Jerónimo, del sindicato del vidrio. Su nombre, resistido hasta el final por los sectores más conservadores, representa algo más que un recambio generacional: es la expresión de un nuevo modo de construir poder dentro del movimiento obrero. Gerardo Martínez (UOCRA) y José Luis Lingeri (Obras Sanitarias), dos históricos conocedores del arte de la negociación, entendieron antes que nadie que la CGT necesitaba aire fresco. Y lo hicieron con inteligencia política: tejieron alianzas no desde los grandes gremios, sino desde la base, con dirigentes medianos y pequeños que durante años fueron espectadores de las decisiones tomadas por una élite sindical.

Esa red silenciosa, paciente, fue lo que inclinó la balanza. Los Martínez y los Jerónimo recorrieron despachos, hablaron con dirigentes que hacía tiempo no eran escuchados, ofrecieron participación y respeto. De ese proceso surgió la “Agenda Siglo XXI”, un espacio que nuclea sindicatos con orientación dialoguista, muchos de ellos provenientes del MASA y del SEMUN, que hoy encarnan un modelo más moderno de representación gremial.

La derrota de los viejos caciques no fue, sin embargo, una victoria del azar. Se trató de un cambio de ciclo. Daer, consciente de que una fractura hubiera significado un golpe mortal para la CGT, eligió resignar su continuidad en la conducción antes que prolongar el conflicto. En tiempos en que los liderazgos suelen aferrarse al poder sin matices, su decisión de dar un paso al costado lo distingue. No todos sus compañeros tuvieron la misma prudencia. Barrionuevo, siempre inclinado a los gestos altisonantes, y los jefes del transporte, Roberto Fernández y Omar Maturano, se negaron hasta el último minuto a aceptar el ascenso de Jerónimo. Pero la votación de los congresales fue contundente: la mayoría optó por mantener el triunvirato y por abrir la puerta a una renovación inevitable.

El nuevo mapa sindical también certifica la fragmentación del moyanismo. El viejo poder de Hugo Moyano se diluyó en los últimos años, y el llamado “pablomoyanismo” —la corriente que pretendió mantener viva su impronta— terminó absorbido por el bloque de Jerónimo. Aun así, Moyano logró conservar un lugar en la mesa de conducción, un testimonio de que su peso simbólico sigue siendo relevante. El kirchnerismo sindical, en cambio, resultó el gran perdedor. Abel Furlán, de la UOM, debió retroceder en la estructura cegetista y ceder espacios. Algo similar ocurrió con Sergio Palazzo, que mantuvo su lugar pero perdió influencia.

En contrapartida, los sectores moderados y dialoguistas consolidaron su posición. Martínez, Rodríguez (UPCN), Lingeri y Sasia son ahora el núcleo duro de una CGT que buscará relacionarse con el Gobierno sin estridencias, pero con firmeza. La central que emerge de este proceso no se define por la confrontación, sino por la búsqueda de interlocución. Y eso, en la Argentina de Javier Milei, tiene un valor político enorme.

La CGT que se reorganiza no ignora que su primera gran prueba será la reforma laboral que el Ejecutivo promete enviar al Congreso. De su capacidad para influir en esa discusión dependerá buena parte de su futuro. Los sindicatos ya no pueden limitarse a oponerse: deberán demostrar que son capaces de proponer alternativas viables en un contexto donde el trabajo formal se reduce y la informalidad crece.

Este nuevo esquema sindical, con liderazgos menos personalistas y una agenda más pragmática, podría significar un punto de inflexión. La Argentina, con su historia de confrontaciones entre gremios y gobiernos, tal vez asista al inicio de una etapa distinta, en la que el diálogo —no la imposición— vuelva a tener lugar.

Claro que nada está garantizado. Los equilibrios en la CGT son frágiles por definición, y los intereses en juego son demasiados. Pero la foto del congreso sindical de esta semana muestra algo que hacía tiempo no se veía: la renovación es posible. La generación que dominó la escena durante cuatro décadas comienza a retirarse, y en su lugar emerge otra, más consciente de que el poder no se hereda ni se impone, sino que se construye.

El desafío, ahora, será mantener esa unidad y demostrar que la CGT puede seguir siendo un actor central en la vida nacional. No por nostalgia del pasado, sino por la necesidad de adaptarse al futuro.

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