



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Javier Milei atraviesa su primavera perfecta. Como si hubiera encontrado la fórmula para convertir un Halloween electoral en coronación política, el Presidente luce cómodo, casi solemne, en el traje que siempre soñó ponerse. Hay en él una voluntad manifiesta de moderación, una especie de autocontrol aprendido a la fuerza, como quien guarda los estallidos más viscerales para las cuatro paredes de la intimidad y ofrece al público una versión más planchada de sí mismo. La transformación no es casual: Milei cree haber recalibrado su tablero y, a juzgar por la docilidad del clima político que lo rodea, parece convencido de que esta vez las piezas encajan.
El experimento anterior, el famoso “triángulo de hierro”, implosionó sin gloria. El Presidente dejó de simular un mando repartido. Ahora la línea de órdenes es monocorde: pasa por Karina Milei. “El jefe”, como él mismo la bautizó, distribuye, acomoda, ordena y desordena. Su grupo de confianza —los Menem, Martín, Lule— salió de las elecciones de medio término con un músculo político que ya nadie discute. La salida elegante de Guillermo Francos y la elevación de Manuel Adorni como jefe de Gabinete terminaron por despejar cualquier ambigüedad sobre quién lleva la lapicera.
Santiago Caputo, el niño prodigio del marketing libertario, debió ceder protagonismo. No está fuera —ningún Caputo está nunca totalmente fuera— pero su órbita perdió brillo frente a la centralidad de la hermana presidencial. Todo llegará, le susurran los suyos. El tiempo, como siempre, acomoda los retornos.
Mientras tanto, Milei celebra su momento geopolítico. El anuncio del acuerdo marco con Estados Unidos —un gesto diplomático que la Casa Blanca envolvió en papeles de alianza estratégica— fue recibido como prueba irrefutable de que su insistencia en viajar a Washington finalmente rindió frutos. Él mismo lo dijo, entre risas, ante una tribuna libertaria: “Estuvieron rindiendo un poquito…”. Catorce viajes, catorce apuestas, un premio importante. Y el embajador norteamericano Peter Lamelas completó la escena con un guiño: “Nunca estuvimos tan juntos”.
La narrativa presidencial se alimenta de ese éxito. El pacto, según ambas administraciones, descansa en principios compartidos: democracia, libre empresa, mercados abiertos. Un menú que Milei recita con devoción desde el primer día. Para el Gobierno es algo más: una pista de despegue para acelerar reformas, achicar el Estado, desregular la vida económica y consolidar la identidad libertaria. La letra chica vendrá después. Por ahora, lo importante es la foto conceptual.
La otra foto, la doméstica, es más ardua. Construir consensos parlamentarios nunca fue tarea sencilla y los gobernadores ya avisaron que no están dispuestos a firmar cheques en blanco. Quieren negociar, no obedecer. Es ahí donde aparece Diego Santilli, el flamante ministro del Interior, obligado a convencer a medio país con herramientas más bien escuetas. Le quitaron Migraciones, le sacaron el Renaper: es un ministro con los bolsillos vacíos. Pero Santilli, fiel a su estilo, no pestañea. Él practica la paciencia como un oficio, un atributo que en política suele valer más que la fuerza. Lo aprendió Scioli antes, lo ejercita él ahora.
Santilli sabe que está en tierra prestada. No responde orgánicamente a La Libertad Avanza, pero tampoco es un emisario del PRO. María Eugenia Vidal, filosa como pocas, ya lo aclaró: está ahí por decisión propia, sin acuerdos que lo respalden. En otras palabras, es un migrante político. Y más todavía: es un aspirante a la gobernación bonaerense, una ambición que le exige destacarse sin hacer olas, un equilibrio casi imposible en un gabinete acostumbrado a los portazos.
En ese tablero, Patricia Bullrich juega con ventaja. En el juego de oca libertario, la ministra avanza más rápido que Santilli. Le sobra oficio, le sobra voluntad, le sobra convicción. Y también le sobran choques. Su relación con la vicepresidenta Victoria Villarruel es una guerra fría con estallidos periódicos. Dos personalidades de tipo A encerradas en un mismo ecosistema. El encuentro reciente en el Senado fue prolijamente institucional pero desprovisto de fotos. Nadie esperaba otra cosa. Las chispas ya volaron antes: Bullrich acusándola de buscar likes con el caso del gendarme detenido en Venezuela; Villarruel devolviendo con referencias a “orígenes terroristas”. La química no existe y no existirá.
Mauricio Macri, en una dimensión paralela, enfrenta una crisis distinta. Observa cómo sus dirigentes se deslizan hacia la órbita libertaria y entiende, por fin, que Milei no tiene intención alguna de compartir poder. El PRO necesita reconstruirse, diferenciarse y sobrevivir. “Apoyar con condiciones” parece un equilibrio imposible: si acompaña demasiado, se diluye; si confronta demasiado, queda aislado. Macri ya anticipó que su espacio tendrá candidato propio en 2027 y que no habrá interbloque con La Libertad Avanza. Dijo también que avalarán reformas clave, pero con reservas. Una cuerda floja sin red.
El momento es decisivo. Milei tiene viento a favor, respaldo electoral y aval internacional. Pero gobernar con plenitud implica ceder, negociar, moderar las ansias hegemónicas. Los cambios estructurales que promete no se sostendrán sin acuerdos sólidos. Para un poder concentrado en la familia Milei, el desafío es monumental: abrir la mano sin perder el mando.
Los próximos meses dirán si el Presidente está dispuesto a aprender ese oficio o si seguirá creyendo que su voluntad basta para torcer la realidad. En política, como en física, la gravedad siempre se cobra su precio. Y el poder, por más gloria que atraviese, nunca deja de ser un bien prestado.




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