Un impulso para competir en serio

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
ChatGPT Image 14 nov 2025, 11_53_08

ricardo

Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Era difícil sorprenderse. Lo que acaba de anunciarse —el entendimiento marco entre Argentina y Estados Unidos— estaba cantado desde hacía meses. El giro geopolítico del gobierno argentino, la sintonía con Washington y los gestos financieros previos, desde el swap hasta la reapertura de líneas de crédito, ya anticipaban que tarde o temprano este paso iba a llegar. Para decirlo sin rodeos: era un acuerdo que “pagaba dos pesos”. Faltaba formalizarlo, no decidirlo.

Lo central ahora no es tanto el anuncio, sino lo que el anuncio implica. Y ahí entramos en terreno delicado. Porque el acercamiento con Estados Unidos, más allá de su valor estratégico, nos coloca frente a una economía cuya estructura productiva se superpone con la nuestra en varios segmentos. Esto no es un pacto con un país que produce aquello que a nosotros nos falta: es un acuerdo con una potencia agroindustrial que pisa casi los mismos surcos que Argentina.

En consecuencia, lo que se viene no es un comercio meramente complementario, sino un intercambio entre dos jugadores que compiten en rubros similares. El capítulo de carnes es el más ilustrativo: ellos habilitan animales vivos para reconstruir nuestro stock y nosotros abrimos para cortes terminados. En pollos la apertura será gradual, mientras que en porcinos habrá que ver cómo se ajustan —o no— las barreras sanitarias que en la práctica han funcionado como blindaje. Todo esto, conviene subrayarlo, está todavía en modo “borrador”. Falta la letra chica: listas de productos, plazos, regulaciones específicas y definiciones que pueden cambiar el espíritu del acuerdo.

Pero hay un elemento que sobresale entre líneas. Argentina se compromete a revisar aspectos vinculados a normas laborales y ambientales dentro del comercio internacional. Ese señalamiento, en apariencia técnico, tiene un destinatario tan evidente como silencioso: China. No hace falta demasiada hermenéutica para entender que Estados Unidos quiere monitorear cómo se administran esos estándares cuando el otro gran actor de la relación económica argentina es Beijing. Esa presión ya forma parte del paquete.

Hasta aquí, el costado geopolítico. Lo más relevante, sin embargo, es lo que esta apertura significa para la economía doméstica. Y ese es el punto en el que conviene no engañarse. Un acuerdo así puede ser beneficioso para Argentina, sí. Pero únicamente si antes se hacen las tareas que venimos posponiendo desde hace décadas. Me refiero, concretamente, a la reforma laboral y a la reforma fiscal. No es un capricho ideológico: es un dato de realidad.

Vamos a competir con empresas que trabajan en un marco normativo diametralmente opuesto al nuestro. Estados Unidos no tiene ingresos brutos, ni tasas municipales inventadas para financiar burocracias improductivas, ni un sistema tributario delirante que ahoga al sector privado desde los tres niveles de gobierno. Tampoco tiene la industria del juicio ni las indemnizaciones punitivas que acá funcionan como un impuesto más, uno muy difícil de prever y de absorber. La economía norteamericana es abierta, sí, pero sobre todo es previsible. La nuestra apenas cumple con la condición de existir.

Pretender que una pyme argentina pueda enfrentarse a una empresa estadounidense sin modificar estas reglas es condenarla a competir con grilletes. Y seamos claros: el productor argentino no es menos eficiente. Lo que lo condena no es su productividad, sino el marco en el que opera. La cancha está inclinada. Igualar la superficie de juego no es un deseo; es una condición de supervivencia.

Este acuerdo, lejos de ser un fin en sí mismo, funciona como un acelerador. Nos obliga a sincerar el debate que Argentina ha evitado durante años: o reformamos el sistema laboral y el sistema fiscal, o la apertura nos pasará por encima. Porque esta vez no estamos hablando de rubros en los que no tenemos presencia —lo cual ya sería complejo— sino de sectores donde producimos lo mismo que ellos. En carnes, en el automotor, en derivados agrícolas, en insumos industriales, incluso en segmentos farmacéuticos, la competencia será directa. Y si la estructura regulatoria no se adapta, la integración comercial se vuelve apenas una ilusión de manual universitario.

El problema, por lo tanto, no es la apertura. La apertura es necesaria, saludable y largamente postergada. El problema es abrir sin antes remover los pesos muertos que traban la competitividad. Esta es la parte que suele incomodar: el mundo no se adapta a nuestras normas; somos nosotros quienes debemos adaptarnos a las reglas del mundo. Las empresas norteamericanas no van a pedir compensaciones porque acá existan 166 impuestos absurdos. Simplemente producirán más barato y mejor. Punto.

Y entonces llegamos al desenlace lógico: este acuerdo será productivo para Argentina solo si entendemos que es, básicamente, un ultimátum. Un recordatorio de que no podemos seguir funcionando como una economía artesanal en un mercado global que opera a escala industrial. Si igualamos el marco fiscal y laboral, podremos aprovechar nuestras ventajas comparativas y también beneficiarnos de las ajenas. Si no, firmaremos un documento elegante cuyo efecto real será mínimo.

Por eso, más que un tratado comercial, lo que Estados Unidos nos está ofreciendo sin decirlo explícitamente es un reloj en cuenta regresiva. Las reformas no pueden demorarse más. La apertura ya es un hecho. El desafío ahora es lograr que no sea una puerta que se abre para que otros entren, sino una ventana por la que también podamos salir.

Últimas noticias
Te puede interesar
Lo más visto