



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
El Gobierno de Javier Milei llegó a las legislativas con el casco puesto y el escudo en alto. Nadie en la Casa Rosada hablaba de triunfos resonantes ni de victorias aplastantes. El objetivo, dicho en voz baja pero repetido con disciplina, era sobrevivir: retener un tercio del Congreso y blindarse contra dos fantasmas que merodeaban desde hace tiempo en la política argentina. Uno, el del juicio político, con el que soñaban algunos opositores más fervorosos; otro, el del bloqueo a los Decretos de Necesidad y Urgencia, que en la práctica habrían dejado a Milei maniatado.
Pero el domingo 26 de octubre cambió el guion. El resultado electoral, que ni los más optimistas en La Libertad Avanza esperaban, transformó una campaña de resistencia en una demostración de fuerza. De repente, Milei pasó de cuidar la trinchera a mirar el campo rival. Ya no se trata de defender lo conseguido, sino de avanzar sobre lo prometido.
El nuevo escenario legislativo no le da mayoría absoluta, pero sí un poder de fuego inédito para un gobierno que nació en minoría y vivió hasta ahora a la defensiva. A partir del 10 de diciembre, con apenas un puñado de aliados coyunturales, el oficialismo podrá empujar su agenda de reformas estructurales —laboral, previsional, tributaria— sin las concesiones que antes parecían inevitables. El desafío, claro, es otro: saber negociar. Porque Milei, que construyó su liderazgo sobre el grito, deberá ahora ejercitar el arte de la conversación. Y ahí está la gran incógnita: ¿será capaz el presidente más disruptivo de la historia reciente de la Argentina de sentarse a acordar con los mismos políticos que demonizó durante años?
El respaldo electoral le da margen. Pero el respaldo social no siempre se traduce en poder institucional. Y Milei, que ahora se siente validado por las urnas, corre el riesgo de confundir apoyo con obediencia. Ganar elecciones no es lo mismo que gobernar sin límites. En los próximos meses deberá probar si el rugido libertario puede convivir con el tono pausado que exige el diálogo legislativo.
En materia económica, la victoria también funciona como una bocanada de oxígeno. Hasta hace unas semanas, en el Palacio de Hacienda se hablaba de la necesidad de un “segundo shock” para recuperar la iniciativa. Hoy, con el viento político a favor, el Gobierno puede optar por la dosificación. No porque haya desaparecido la urgencia, sino porque el triunfo electoral le compró tiempo. Luis Caputo, el ministro que se volvió vocero del realismo económico, sabe que la paciencia del mercado y de la sociedad tiene fecha de vencimiento, pero por ahora goza de un crédito inusual en la historia reciente.
Los dólares siguen siendo escasos, pero la posibilidad de reabrir la puerta a los mercados externos cambia la ecuación. Si ese acceso se confirma, el Banco Central podría reducir la presión sobre el tipo de cambio y aliviar la necesidad de intervenciones diarias. En un país acostumbrado a los sobresaltos del dólar, cada día sin corrida ya es una victoria simbólica. Ese alivio, sumado a la caída del riesgo país, permite imaginar una baja gradual de las tasas de interés y un respiro para la actividad económica, paralizada desde mediados de año por la incertidumbre política.
La inflación, mientras tanto, se resiste a rendirse. Pero los analistas coinciden en que un contexto de mayor previsibilidad cambiaria y política puede empujar un proceso de desinflación más estable. La verdadera pregunta no es si el índice bajará, sino si el Gobierno logrará sostener la disciplina fiscal y evitar la tentación de aflojar el ajuste. Milei construyó su identidad política en torno al dogma del déficit cero. Renunciar a esa bandera sería, para su propio electorado, una herejía.
En el mediano plazo, el Gobierno enfrenta un dilema de diseño: cómo pasar de un esquema de emergencia a uno de estabilidad. La oportunidad está a la vista. Con una nueva correlación de fuerzas y un respaldo social revitalizado, Milei tiene el margen político para consolidar un régimen cambiario más flexible, reducir las trabas para las empresas y construir un sistema de tasas menos volátil. En otras palabras, dejar de administrar la crisis y empezar a administrar el crecimiento.
Por ahora, los mercados celebran. Los bonos se recuperan, el riesgo país retrocede y las acciones argentinas vuelven a captar la atención de los inversores. Pero la euforia financiera tiene una virtud y un defecto: se enciende rápido, y se apaga más rápido todavía. Milei no puede dormirse en el espejismo de la confianza.
La Argentina de 2026 no será la de la resistencia, sino la de la ejecución. Ya no bastará con denunciar la herencia ni con culpar a “la casta”. Si quiere llegar a 2027 con chances de reelección, el presidente deberá mostrar resultados concretos: inflación bajo control, crecimiento sostenido y, sobre todo, una sociedad menos exasperada. El capital político que acaba de ganar tiene una fecha de vencimiento que empieza a correr desde ahora.
El Milei opositor encontró su identidad en la confrontación; el Milei oficialista deberá reinventarse en la gestión. Si logra convertir su victoria electoral en una estrategia de gobierno, podrá escribir un capítulo inesperado en la historia argentina: el del libertario que aprendió a negociar. Si no, la épica del outsider se desvanecerá en la rutina del poder.






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