El consenso que viene de la calle y no del poder

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Javier Milei logró, con una sola frase pronunciada en los Estados Unidos, condensar el drama político argentino contemporáneo. Dijo que su gobierno tiene “consenso social, pero no político”. Es una definición más profunda de lo que parece. En esas pocas palabras se resume el estado de la relación entre una ciudadanía harta de sus dirigentes y una dirigencia política que, sin advertirlo, se ha quedado sola. El 26 de octubre, en las urnas, esa distancia se transformó en un abismo: los partidos que en el Congreso habían bloqueado leyes esenciales para el programa de estabilización fueron castigados con una derrota categórica. Fue una de las ironías más severas de la historia reciente: nunca hubo tanto consenso político para enfrentar a un gobierno, y nunca ese consenso fue repudiado con tanta claridad por la sociedad.

La derrota legislativa de Milei fue, en apariencia, un triunfo de la oposición parlamentaria. En los hechos, fue la radiografía de su desconexión. Los bloques tradicionales creyeron que, resistiendo al presidente en el recinto, encarnarían una defensa popular frente a un programa de ajuste. Lo que no vieron fue que, fuera del Congreso, el país real no los acompañaba. La Argentina de la calle, la del esfuerzo diario y las privaciones, no votó por un regreso del pasado, sino por la posibilidad de un cambio que, por primera vez en mucho tiempo, parecía sostenido en la coherencia. Milei, con todas sus extravagancias, cumplió lo que prometió: decir la verdad sobre el desastre fiscal y enfrentarlo sin concesiones.

El Presidente se equivoca cuando califica de “golpe” económico la ofensiva opositora en el Congreso. No hubo ruptura institucional: los legisladores actuaron dentro de sus atribuciones. Pero tiene razón cuando señala que las maniobras políticas provocaron un daño real en la economía. Al buscar ventajas partidarias, los opositores agravaron la incertidumbre, ralentizaron la recuperación y contribuyeron al malhumor social. En ese sentido, subestimaron la sensibilidad del electorado: la sociedad interpretó que los mismos que llevaron al país a la decadencia ahora pretendían sabotear la primera tentativa seria de estabilización en años.

Esa lectura popular dejó planteada una pregunta incómoda: ¿a quién representa hoy la dirigencia política? El repudio fue transversal. No se trató de una adhesión ciega a Milei, sino de una reacción contra un sistema que ha perdido credibilidad. Los partidos que monopolizaron la política durante las últimas décadas se volvieron máquinas de poder sin conexión con las necesidades de los ciudadanos. A lo largo del tiempo, confundieron la representación con la supervivencia. Lo que ocurrió en octubre fue una rebelión silenciosa de la gente común contra esa lógica de autopreservación.

De ahí surge el verdadero significado del “consenso social” al que aludió el Presidente. No es una adhesión incondicional a su programa, sino la aceptación de que la Argentina no puede seguir viviendo de ficciones. Ese consenso no se construye en los despachos, sino en el cansancio de los argentinos que ya no toleran el engaño. La pregunta que queda flotando es si puede existir un “consenso político” con una clase dirigente cuya principal preocupación sigue siendo mantener el statu quo, aun al precio de perpetuar la crisis.

Milei entendió que su fuerza reside más en la sociedad que en la política. En la campaña, apeló a una narrativa de sacrificio compartido: “Esta vez el esfuerzo valdrá la pena”, prometió. Esa frase, repetida hasta el cansancio, se transformó en un pacto simbólico con los votantes. Cumplirlo, o al menos intentarlo, le otorgó algo que la política argentina hace tiempo perdió: credibilidad. No hay magia detrás del fenómeno libertario. Hay coherencia, una virtud que en la política local se volvió exótica.

Mientras tanto, la oposición se consume en sus contradicciones. Los peronistas que se distanciaron de Cristina Kirchner no lograron articular una alternativa; los radicales se dividen entre la nostalgia y la indecisión; los viejos aliados del PRO dudan entre acompañar o diferenciarse, temerosos de quedar atrapados entre la sociedad y el poder. En todos los casos, la misma parálisis: la imposibilidad de ofrecer una narrativa nueva.

En ese vacío, Milei ocupa el centro del escenario. No por la fuerza de su aparato, sino por la debilidad del resto. Lo dijo sin jactancia, pero con lucidez: “Históricamente, los planes de estabilización exitosos contaron con consenso político. Lo inédito de la Argentina es que este se sostiene con consenso social, sin respaldo político”. La frase es una constatación amarga y, al mismo tiempo, una advertencia. Ningún gobierno puede sostenerse indefinidamente sin redes de apoyo institucional. Pero también es cierto que la legitimidad no se construye hoy en los pasillos del poder, sino en la relación directa con una sociedad que se cansó de los intermediarios.

La paradoja argentina vuelve a repetirse: un presidente con un apoyo popular considerable enfrenta un sistema político que lo rechaza. La historia enseña que esa tensión, si no se resuelve, puede ser destructiva. Pero también puede ser el principio de una transformación. La política argentina deberá decidir si acompaña el cambio o si sigue aferrada a sus privilegios, corriendo el riesgo de volverse irrelevante.

Por ahora, Milei gobierna con el pueblo, no con la política. Esa fórmula puede ser un arma de doble filo: poderosa para reformar, peligrosa para gobernar. El consenso social lo sostiene; la falta de consenso político lo cerca. El desenlace dependerá de quién se canse antes: si la sociedad, fatigada por el ajuste, o la dirigencia, acorralada por su propia ceguera.

En cualquier caso, lo que quedó en evidencia es que la representación ya no se declama, se gana. Y en ese terreno, Milei, con todos sus riesgos, sigue siendo el único que comprendió el nuevo lenguaje del poder en la Argentina.

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