La hora de consolidar el cambio

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

La segunda etapa del Gobierno no comenzó con un suspiro, sino con una ratificación. En las urnas, los argentinos no sólo refrendaron un rumbo: lo transformaron en mandato. Después de décadas en las que la política se especializó en administrar el desorden, el país decidió apostar por la continuidad de una transformación que —por primera vez en mucho tiempo— intenta romper con la lógica del parche y la emergencia permanente. La pregunta ya no es si había que cambiar, sino si el país tendrá la templanza necesaria para sostener el cambio.

Durante medio siglo, la Argentina perfeccionó un sistema de desequilibrios: un Estado hipertrofiado que gasta más de lo que produce, una política acostumbrada a prometer lo que no puede cumplir y una sociedad que aprendió a vivir con la inflación como si fuera un fenómeno natural. El nuevo gobierno, con sus luces y sombras, logró algo que parecía imposible: estabilizar las cuentas públicas, domar la inflación y recuperar la confianza del mundo financiero. Ese orden —tan frágil como indispensable— es hoy el cimiento sobre el que se juega la segunda fase del proyecto libertario.

Porque si la primera etapa fue la del ajuste, la que impuso dolor para evitar la catástrofe, esta segunda debe ser la de la consolidación. Y eso no se logra con discursos, sino con perseverancia. Gobernar después del orden es más difícil que gobernar en el caos, porque exige paciencia y coherencia. Cuando el incendio se apaga, la gente deja de aplaudir a los bomberos y empieza a reclamar jardineros. Es el momento más delicado: aquel en el que las urgencias dejan paso a las expectativas.

La ratificación electoral, en ese sentido, no es sólo un voto de confianza. Es una obligación. La sociedad otorgó legitimidad para avanzar, pero también espera resultados tangibles: inflación de un dígito, recuperación del salario real, y sobre todo, horizonte. El mérito dela primera etapa fue estabilizar. El desafío de la segunda es crecer sin traicionar el rumbo. Cambiar la cultura del facilismo por la del esfuerzo. Abandonar los atajos que siempre terminan en más pobreza, más desigualdad y más frustración.

Los próximos meses pondrán a prueba esa madurez colectiva. Las reformas estructurales —la laboral, la tributaria y la penal— serán el corazón de esta etapa. No como un capricho ideológico, sino como la condición de posibilidad para un país normal. Reformar el trabajo no es quitar derechos: es abrir la puerta al empleo formal para millones que hoy sobreviven en la informalidad. Simplificar impuestos no es favorecer a los ricos: es liberar a quienes producen del yugo de un Estado que castiga al que emprende. Reformar el sistema penal no es mano dura: es poner límites donde la impunidad se volvió regla.

Pero nada de eso será posible si el Gobierno se encierra en su propia épica. La política no se cambia con slogans, sino con acuerdos. Y los consensos no son sinónimo de rendición, sino de inteligencia. Las reformas duraderas son las que se comprenden, no las que se imponen por decreto. En ese punto, el rol de Diego Santilli como ministro del Interior será decisivo: no se trata de sumar aliados por conveniencia, sino de construir un pacto de gobernabilidad que permita sostener el cambio más allá de la coyuntura.

En paralelo, hay una transformación silenciosa que empieza a insinuarse y que podría ser la más profunda de todas: la educativa. Ninguna estabilidad económica resistirá si no formamos ciudadanos libres, críticos y capaces de innovar. El futuro no se construye sólo con dólares o con superávit, sino con conocimiento. Los avances del Ministerio de Capital Humano en tecnología e inteligencia artificial van en la dirección correcta: llevar la innovación a las aulas es preparar a las próximas generaciones para el mundo que viene, no para el que ya se fue.

Perseverar no significa volver al orden por el orden mismo. Significa sostener una dirección cuando el cansancio y el escepticismo amenazan con devolvernos al pasado. En la Argentina, el riesgo no es el error: es la recaída. Cada intento de reforma ha tropezado con el mismo reflejo autodestructivo: abandonar el esfuerzo justo cuando empieza a dar resultados. La historia reciente es una galería de renuncias prematuras. Esta vez, el desafío es resistir esa tentación.

El país ya eligió. Eligió un modelo basado en la responsabilidad, la austeridad y la libertad individual. Pero la elección no alcanza si no se transforma en convicción. Consolidar el cambio significa no perder la calma ante la crítica, ni el rumbo ante la impaciencia. Significa entender que las transformaciones verdaderas no se decretan: se construyen, se discuten y se defienden.

Porque si el orden fue el punto de partida, la consolidación será la prueba final. Y si el país vuelve a claudicar, no habrá enemigo externo al que culpar. Será, una vez más, el fracaso de nuestra propia indecisión.

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