



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
En la política argentina hay movimientos que se explican solos y otros que parecen escritos por un guionista obsesionado con las tensiones internas. La reconfiguración del andamiaje legislativo del Gobierno de Javier Milei pertenece, sin dudas, a la segunda categoría. Allí, bajo la mirada concentrada —y cada vez más decisiva— de Karina Milei, se consolidó un nuevo triángulo de poder que no solo ordena el Congreso, sino que también delimita quiénes seguirán siendo protagonistas y quiénes deberán empezar a buscar asiento en la platea.
Ese trípode lo forman Martín Menem, Patricia Bullrich y Diego Santilli. Cada uno, desde su propio territorio, tiene un mandato: sostener el avance legislativo de la segunda etapa del mileísmo, una etapa que promete dejar atrás el ajuste crudo para presentarse, al menos discursivamente, como la temporada del crecimiento. Que lo logren o no es otra historia; pero la arquitectura está diseñada.
Menem retiene Diputados, su bastión desde el inicio del gobierno. Bullrich desembarca en el Senado con un estilo que no necesita presentación: rompe, ordena, se apropia y sigue. Y Santilli, desde un Ministerio del Interior recortado, tendrá la tarea menos glamorosa y más ingrata: hablar con los gobernadores, convencerlos, persuadirlos o recordarles quién maneja la lapicera. Según la necesidad del día.
El plan de acción ya está fijado. Menem y Bullrich definieron una hoja de ruta que funcionará como calendario legislativo del verano: presupuesto 2026, “inocencia fiscal”, reforma laboral, reforma tributaria y ley de glaciares. El orden no es casual. La urgencia tampoco. Lo urgente fortalece, siempre, a quien decide qué tiene prioridad.
Bullrich llegó al bloque libertario tras dinamitar el suyo. En su mundo, los puentes están para quemarse después de cruzarlos. La jugada redujo al Pro a un bloque menguado y dejó a Mauricio Macri sosteniendo un partido que ya no responde, necesariamente, al ex presidente. Bullrich encontró en Karina Milei una aliada natural: ambas entienden que el poder se ejerce en presente, no en potencial.
En el Senado, su desembarco desplaza otra figura clave del universo mileísta: Santiago Caputo. Había sido el encargado de manejar la discusión por los pliegos de la Corte, aquella pelea que el Gobierno perdió sin eufemismos. Ahora Caputo vuelve a su rol lateral y Karina se reserva, personalmente, la negociación por las vacantes judiciales. Victoria Villarruel, mientras tanto, sigue donde la dejaron: al margen.
El caso de Santilli es más complejo. Llegó con expectativa de autonomía, pero Migraciones y Renaper quedaron bajo la órbita de Bullrich, que no suelta lo que considera propio. Alejandra Monteoliva, su discípula, será la custodia de esas áreas. Para Santilli, el mensaje es transparente: si quiere peso político, deberá construirlo él, no esperar que venga en el cargo. Y para construirlo, en el mileísmo ya deslizan una condición: romper definitivamente con Macri.
“El día que se afilie”, murmuran cerca de la Jefatura de Gabinete, “habrá señal”. No es una orden, pero tampoco una sugerencia. En el oficialismo entienden que el vínculo con el Pro funciona como herramienta de presión: cuando buscan disciplinar a Macri, se vuelven particularmente ingeniosos. El debate por la coparticipación automática porteña —esa vieja disputa que algún día deberá resolverse— será el primer laboratorio para medir hasta dónde llega Santilli cuando la presión lo obligue a elegir.
Mientras tanto, el Pro se achica. La ausencia de Ignacio Torres y Rogelio Frigerio en la cumbre del miércoles fue un mensaje más fuerte que cualquier documento político. Solo Jorge Macri asistió, aunque no está claro si para apoyar o para tomar nota de lo inevitable: el partido que él gobierna en la Ciudad de Buenos Aires ya no ordena nada fuera de ella.
María Eugenia Vidal intentó recuperar el tono fundacional del espacio: dijo que el Pro sigue siendo relevante, que acompañó las reformas del Gobierno, que es necesario reconstruir una alternativa. Pero Vidal se va en diciembre y el macrismo duro se reduce. Cristian Ritondo, que antes de las elecciones sonaba como posible presidente de la Cámara con apoyo de Caputo, hoy camina con cautela. La apuesta salió mal. Menem sobrevivió a todos los pronósticos y, desde su sillón, le recordó a Ritondo que el reparto del poder ya no depende de viejas alianzas, sino del humor del mileísmo.
El reacomodamiento del Congreso deja claro un dato que la política ya empieza a procesar: Milei no solo gobierna, sino que aprendió a manejar las fracturas de su entorno y las debilidades ajenas. Lo hace con un pragmatismo quirúrgico. Reduce, desplaza, incorpora, tensiona. Y mientras eso ocurre, Karina administra silenciosamente el sistema de poleas que sostiene todo.
El macrismo, por primera vez desde su nacimiento, no está en condiciones de fijar el ritmo. Puede intentar un renacimiento para 2027, como sugieren sus referentes, pero por ahora está obligado a actuar a la defensiva. El tablero lo están moviendo otros. Y en ese tablero, Milei avanza sin pedir permiso, usando la fuerza de sus aliados del momento y la debilidad de quienes ya no tienen el peso de antes.
Nada de esto garantiza estabilidad. Pero sí marca una certeza: el mileísmo está diseñando su propia gobernabilidad, sin tutores, sin padrinos y sin nostalgia de las estructuras que alguna vez le dieron volumen. En ese nuevo esquema, el poder es un triángulo. Y todo lo que queda afuera empieza, lentamente, a desdibujarse.






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