Un tablero político fracturado que juega a favor del oficialismo

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

La política argentina suele ofrecer escenas donde la aparente estabilidad es apenas un espejismo sostenido por fuerzas externas. El gobierno de Javier Milei atraviesa uno de esos momentos: una economía que respira gracias al amparo explícito de los Estados Unidos y una oposición desorientada, todavía sin un liderazgo capaz de imaginar 2027. Pero esa combinación, tan conveniente para el oficialismo, convive con una emergencia silenciosa: el avance de estructuras mafiosas que comienzan a ocupar espacios que antes pertenecían a la política institucional.

El respaldo norteamericano es hoy el principal combustible del proyecto libertario. Desde la campaña, la administración de Donald Trump ha operado como sostén político y financiero, un rol poco habitual en la historia reciente entre ambos países. Lo demostró cuando la Argentina bordeaba el default y la desorganización económica amenazaba con engullir cualquier intento de estabilización. En ese entonces, fue Washington quien tendió una mano cuando ningún otro actor internacional parecía dispuesto.

Ese apoyo se juega ahora en un escenario decisivo. El anuncio —previsto para los próximos días— de un acuerdo comercial centrado en la revisión de aranceles es apenas la superficie. Debajo de ella se discute algo mucho más relevante: la posibilidad de armar un fondo de miles de millones de dólares, impulsado por bancos de inversión bajo la influencia del financista Scott Bessent, para descomprimir los vencimientos de deuda argentina. Sería un alivio monumental para la gestión Milei. Sin embargo, las negociaciones chocaron con una traba determinante: los bancos quieren garantías concretas y el Tesoro estadounidense teme otorgarlas en pleno año electoral, cuando la relación del gobierno de Trump con la Argentina se ha convertido en un flanco interno.

Ante esa resistencia, el megaplan financiero se achicó. Se habla ahora de un fondo mucho más modesto, suficiente apenas para cubrir necesidades inmediatas. Los mercados no reaccionaron con dramatismo, pero el mensaje es claro: Estados Unidos puede ser generoso, aunque no ilimitadamente. Los deseos del presidente norteamericano siguen dependiendo de un sistema que le pone diques aun a sus impulsos imperiales.

En paralelo, aparece el dilema del Banco Central y la acumulación de reservas. Sin la red de contención estadounidense, la credibilidad del programa económico depende de esa variable crítica. Pero comprar reservas implica intervenir con fuerza en el mercado cambiario, y eso supone riesgos: un dólar más caro pondría en jaque el corazón del plan de Milei, que necesita una divisa estable para evitar una nueva ola inflacionaria y mantener cierta sensación de calma social. Es un equilibrio frágil, condicionado además por las exigencias del Fondo Monetario Internacional, que reclama metas de acumulación que el Gobierno sabe que no puede cumplir sin un permiso especial.

Sobre ese paisaje económico se proyecta otra escena que beneficia al oficialismo: la oposición parece atrapada en su propio laberinto. El kirchnerismo atraviesa una interna virulenta en la provincia de Buenos Aires, donde Axel Kicillof necesita autorización legislativa para tomar nueva deuda y los sectores más duros del cristinismo le exigen condiciones que, de cumplir, lo debilitarían. No es un detalle: la política bonaerense, históricamente decisiva, hoy está paralizada por la desconfianza entre quienes deberían respaldar al gobernador.

Este desorden opositor se transforma en un viento de cola para Milei. Empresas privadas y gobiernos provinciales regresan al mercado financiero aprovechando la calma relativa. La Ciudad de Buenos Aires logró endeudarse a una tasa favorable, y otras administraciones evalúan movimientos similares. Es el síntoma más claro de que el sistema económico, por ahora, elige creer.

Pero mientras la economía transita entre la esperanza y el préstamo político externo, el país enfrenta una amenaza más profunda: el avance de organizaciones criminales que aprovechan el vacío estatal. No se trata solo del narcotráfico, sino de estructuras híbridas donde confluyen inteligencia paralela, sectores policiales, operadores políticos y negocios oscuros. La proliferación de actores que operan desde las sombras genera una distorsión institucional peligrosa. La frontera entre delito y poder público se vuelve demasiado porosa.

La escena internacional tampoco aporta tranquilidad. El acuerdo comercial con los Estados Unidos incluye capítulos sensibles, como la presión para flexibilizar el régimen de propiedad intelectual o la apertura del mercado farmacéutico. Washington reclama condiciones que podrían poner en crisis a industrias enteras si la Argentina no avanza antes en reformas laborales y tributarias. La negociación de la carne, aunque prometedora, fue presentada por Trump más como un gesto personal que como una política de Estado. Ese estilo vertical, casi monárquico, exhibe la naturaleza del vínculo: una relación de dependencia política en la que la Argentina corre el riesgo de quedar atrapada como socio menor, sin capacidad real de negociación.

El otro epicentro del tablero es la provincia de Buenos Aires, donde el peronismo se consume en su puja interna. Kicillof busca votos para endeudarse; La Cámpora exige concesiones; los intendentes reclaman fondos que el gobernador no puede garantizar. En ese clima, la discusión sobre la integración de la Corte bonaerense se vuelve una partida de poder entre múltiples facciones, con nombres cuestionados y episodios que exponen un deterioro institucional grave.

Frente a ese desorden, el oficialismo observa desde la barrera. Espera que la reconfiguración legislativa de diciembre y el reacomodamiento inevitable de marzo le ofrezcan nuevos aliados y mayor capacidad de presión. En un país acostumbrado a los cambios de camiseta parlamentarios, Milei apuesta a que la ola de realineamientos juegue a su favor.

Argentina vive así un momento extraño: un gobierno fuerte por fuera, sostenido por la diplomacia estadounidense y por la debilidad de sus adversarios; y un gobierno vulnerable por dentro, acosado por redes opacas que disputan poder real en la penumbra del Estado. La verdadera prueba será comprobar si esa mezcla alcanza para construir un país estable o si, como tantas veces, el orden aparente se sostiene apenas con hilos demasiado delgados.

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