El auxilio norteamericano: un respiro artificial en un gobierno que no corrige el rumbo

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

Por más que se intente vestir de épica libertaria, lo que ocurrió con la asistencia financiera proveniente de Estados Unidos no es más que un alivio momentáneo para un Gobierno que sigue acumulando errores estructurales. La noticia del ingreso de dólares frescos desde el Tesoro norteamericano fue presentada por la administración Milei como una suerte de certificación divina de su política económica, cuando en realidad se trata de una inyección externa que disimula, por un tiempo, los desequilibrios internos que el propio oficialismo no ha logrado encauzar.

En la práctica, el “rescate” de Washington representa lo que en economía se conoce como un shock de confianza importado: un empujón exógeno que mejora las expectativas a corto plazo, pero no soluciona las causas de fondo del problema. Milei festeja la baja momentánea del dólar, la suba de las acciones y el alivio de los mercados como si fueran logros propios, cuando lo único que está ocurriendo es que el Estado argentino vuelve a depender del oxígeno ajeno para sostener su fragilísima estabilidad financiera.

Lo paradójico es que el mismo Presidente que hizo campaña denunciando la dependencia del Fondo Monetario Internacional, ahora se jacta de que la “narcodictadura venezolana” lo critica mientras recibe fondos del Tesoro estadounidense. En el fondo, el Milei libertario terminó convirtiéndose en lo que decía combatir: un jefe de Estado que sobrevive gracias al favor externo. La retórica de la soberanía individual y del mercado libre se choca con la realidad de un gobierno que sigue atado a los flujos de capital político y financiero de la Casa Blanca.

El oficialismo, golpeado por las derrotas electorales en la provincia de Buenos Aires y en distritos del interior, vio en este auxilio una tabla de salvación. No porque el dinero vaya a cambiar la vida de los argentinos —de hecho, no lo hará—, sino porque ofrece un relato de recuperación que permite tapar los fracasos acumulados. Es el típico espejismo de las administraciones que confunden liquidez con solvencia: creen que tener dólares en caja equivale a haber solucionado los problemas de fondo, cuando en realidad solo están postergando el ajuste de verdad.

Varios funcionarios libertarios salieron a festejar con euforia el anuncio. En las redes sociales, incluso, se respiraba un aire de revancha contra los críticos. “Estados Unidos compra pesos argentinos”, proclamaron algunos con tono triunfal. Pero la operación, más allá de su dimensión simbólica, no cambia la ecuación estructural del país: el gasto público sigue sin una reducción efectiva, la presión fiscal asfixia al sector privado y la política monetaria continúa en un terreno ambiguo, donde el BCRA interviene sin estrategia clara.

Lo cierto es que Milei y su equipo se aferran al milagro externo porque no han sabido generar credibilidad interna. El Presidente, que debería concentrarse en construir instituciones y reglas de juego estables, prefiere delegar su legitimidad en un eventual respaldo de Donald Trump o de fondos de inversión norteamericanos. No hay plan de estabilización creíble sin anclaje político y social; y ese es, precisamente, el déficit más grave de este experimento libertario.

En los hechos, la administración Milei se comporta más como un club de dogmáticos que como un gobierno con objetivos pragmáticos. La economía no se estabiliza con slogans ni con operaciones financieras de coyuntura, sino con políticas consistentes. Y en ese terreno, el oficialismo muestra una torpeza alarmante. La improvisación en el Congreso, la seguidilla de proyectos mal redactados, los conflictos internos y los escándalos que salpican a sus funcionarios (desde el caso Spagnuolo hasta el affaire Espert) componen un cuadro de fragilidad que ningún swap con Estados Unidos puede disimular.

El Tesoro norteamericano podrá inyectar dólares, pero no puede imprimir confianza institucional. Y la confianza, en economía, vale más que cualquier divisa. Si los agentes económicos perciben que el Gobierno no tiene un rumbo sostenido ni un liderazgo coherente, tarde o temprano los efectos del alivio financiero se evaporan. Lo hemos visto demasiadas veces: un ciclo de entusiasmo breve seguido por la recaída inevitable en la volatilidad.

Milei debería aprovechar esta tregua para corregir el rumbo, no para celebrarse a sí mismo. La estabilidad de los mercados no es un triunfo político, sino una oportunidad para hacer las reformas que todavía no se animó a encarar: una reforma impositiva seria, un rediseño del Estado y una política monetaria que abandone la improvisación. Si el Gobierno confunde un alivio temporario con un cambio estructural, volverá a tropezar con el mismo destino de sus antecesores: depender de la ayuda externa para tapar los agujeros de su propia inconsistencia.

El optimismo que circula en los despachos oficiales tiene más de fe que de análisis. Los mercados celebran las señales, no los discursos; y si no hay señales claras de un programa integral, la euforia de hoy será la desconfianza de mañana. La verdadera fortaleza de un país no se mide por el apoyo que recibe del exterior, sino por su capacidad para generar crecimiento y estabilidad desde adentro.

El problema de Milei no es la falta de dólares, sino la falta de institucionalidad. No hay desarrollo sostenible sin reglas previsibles, ni confianza que se construya a fuerza de tweets. El auxilio de Washington podrá comprar tiempo, pero no puede comprar credibilidad. Y en la Argentina, el tiempo —como la paciencia de los votantes— también se agota.

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