El costo político de Espert y los límites del experimento libertario

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

La salida de José Luis Espert de la lista bonaerense de La Libertad Avanza (LLA) exhibe, con una nitidez pocas veces vista, la fragilidad estructural del oficialismo y la tensión que atraviesa a la coalición gobernante entre la pureza ideológica y la realidad política. Su renuncia no fue simplemente el desenlace de un escándalo mediático: fue la admisión, tácita pero contundente, de que el poder de Javier Milei todavía depende de un equilibrio precario, sostenido en alianzas inestables, diagnósticos erráticos y un gabinete donde las diferencias se procesan más por reflejos emocionales que por estrategia.

El caso Espert condensó, en apenas una semana, todos los dilemas de un gobierno que llegó para dinamitar la política tradicional y terminó atrapado en sus mecanismos. Las versiones sobre un aporte de 200.000 dólares recibido en 2020 del empresario Federico “Fred” Machado —hoy condenado en Estados Unidos por narcotráfico y lavado de dinero— precipitaron una tormenta que ni la fidelidad de Milei ni el aparato comunicacional libertario lograron contener. El diputado, acorralado por las contradicciones de sus propias explicaciones, se volvió un problema que amenazaba con erosionar el discurso de transparencia que la administración pretendía exhibir de cara a las elecciones de octubre.

En los despachos más cercanos al Presidente, la preocupación fue inmediata. La secretaria general Karina Milei, el asesor Santiago Caputo y la ministra Patricia Bullrich coincidieron en un diagnóstico: el caso se había vuelto políticamente tóxico. El electorado, ya fatigado por la recesión y la inflación persistente, no parecía dispuesto a tolerar ambigüedades éticas en quienes prometían romper con la “casta”. Las encuestas internas, revisadas entre el jueves y el sábado, indicaban un deterioro de imagen y una percepción de desorden en el oficialismo. “Si esto sigue así, perdemos la provincia por veinte puntos”, se sinceró un funcionario del primer círculo, horas antes de que Espert presentara su dimisión.

Milei resistió hasta el final. Fiel a su estilo, interpretó el episodio como una “opereta kirchnerista” y sostuvo la inocencia de su candidato. Lo dijo públicamente y lo repitió en privado, incluso en la conversación que mantuvo el viernes pasado con Mauricio Macri en Olivos. En ese encuentro, según fuentes del PRO, se evocó el antecedente de Fernando Niembro en 2015: otro aspirante que, acorralado por denuncias de corrupción, terminó abandonando la carrera. La historia, inevitablemente, se repetía. Pero el contexto era distinto: en el universo libertario, donde el capital simbólico de la “diferencia moral” es parte esencial del relato, el costo de sostener a un candidato bajo sospecha resultaba intolerable.

La comunicación de Espert fue errática desde el principio. Primero grabó un video ambiguo, donde no negó ni aclaró. Luego se quebró en radio, insultó a Juan Grabois —el denunciante— y multiplicó las dudas. En Balcarce 50 entendieron que la crisis había perdido control. Guillermo Francos, el jefe de Gabinete, fue el primero en ponerlo en palabras: “Faltó claridad, y eso generó sospechas”. Lo que siguió fue un fin de semana de presiones, reuniones y llamados. El domingo, Espert comunicó su decisión. El Presidente la aceptó y, en su estilo característico, transformó el daño en épica: “Demostró que no somos lo mismo”, dijo Milei, intentando convertir una renuncia forzada en un gesto heroico.

La crisis tuvo efectos colaterales. En la mesa chica del poder se reavivaron las tensiones entre los libertarios “puros” y los aliados del PRO. El nombre de Diego Santilli, que el Gobierno propone para reemplazar a Espert, desató un debate jurídico y político: la ley de paridad de género permitiría ese enroque, aunque la jurisprudencia sugiere lo contrario. La posibilidad de que Karen Reichardt encabece la lista —si la Justicia no convalida el cambio— añade un componente de incertidumbre a una campaña ya debilitada. En paralelo, el costo logístico de reimprimir boletas con nuevos nombres amenaza con convertirse en otro foco de conflicto.

El episodio, más allá de su desenlace, deja una enseñanza incómoda para el oficialismo. El discurso de “la libertad” y la ruptura con el pasado se enfrenta, cada vez más, con las limitaciones de la política real. La “casta”, tan denostada, vuelve a aparecer disfrazada de improvisación. En apenas diez meses, Milei pasó de desafiar al sistema a gestionar sus consecuencias. Y en esa transición, la figura de Espert —que alguna vez fue símbolo del liberalismo doctrinario— termina convertida en víctima de la maquinaria que ayudó a crear.

En términos electorales, la renuncia ofrece un alivio momentáneo. Pero también marca un punto de inflexión: expone el costo de la falta de institucionalidad dentro de La Libertad Avanza y la dependencia absoluta del liderazgo de Milei. Lo que ayer fue celebrado como autenticidad hoy se revela como desorden. Y lo que se presentó como transparencia, como la incapacidad de administrar una crisis con solvencia política.

El caso Espert no solo es una historia de caída personal. Es una advertencia sobre los límites del experimento libertario y sobre la dificultad de gobernar cuando se desprecia la política pero se depende de ella. Milei, que construyó su poder sobre la base del enfrentamiento con el sistema, enfrenta por primera vez una amenaza interna que no puede resolver con gritos ni con consignas. La pregunta que queda abierta es si este episodio marcará un aprendizaje o el inicio del desgaste prematuro de su proyecto.

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