


Por RICARDO ZIMERMAN
“Vamos que se puede”. “A no aflojar”. “Que el esfuerzo valga la pena”. Las nuevas apelaciones discursivas de Javier Milei ya no tienen el fulgor mesiánico del “épico” libertario que arremetía contra la casta. Suenan más a súplica que a arenga, más a pedido de resistencia que a promesa de liberación. Es, en el fondo, un eco del Mauricio Macri de 2019, después de la derrota en las PASO, cuando el ingeniero organizaba marchas con consignas de ánimo, con la diferencia fundamental de que Macri jugaba su última carta presidencial y tenía dos meses para convencer a la clase media de que aún podía dar pelea. Milei, en cambio, llega a las elecciones de medio término en arenas movedizas, sin margen de error y con el apoyo de Estados Unidos como única tabla de salvación.
Ese apoyo tiene un nombre y un apellido: Donald Trump. Y, dentro de su gabinete, Scott Bessent. La paradoja es que el salvador de un gobierno que erigió su identidad en la “batalla cultural” proviene de un universo antitético: es gay, crió hijos con su pareja y trabajó bajo la tutela de George Soros, la bestia negra de los libertarios. Pero fue Bessent quien convenció a Trump de habilitar un paquete de asistencia a la Argentina que incluyó desde la negociación de un swap de monedas por 20.000 millones de dólares hasta la presión para que el BID y el Banco Mundial ampliaran líneas de crédito. Es un auxilio sin el cual la administración de Luis Caputo ya estaría al borde del colapso.
El problema para Milei es que ese salvataje es transitorio y condicional. En Washington no se disimula la conciencia del riesgo: saben que se exponen a críticas de su propia base, incluidos los agricultores norteamericanos, afectados por la baja de retenciones en Argentina. Y fijaron una fecha de vencimiento: el día después de las elecciones del 26 de octubre.
Se configura así lo que podría llamarse el “efecto mariposa Milei”. El Presidente depende de Trump; Trump depende de lo que ocurra en las elecciones argentinas; y esas elecciones dependen, a su vez, de la capacidad de Milei para sostener su programa sin dinamitar su capital político. La fragilidad es extrema: una alteración mínima en cualquiera de las variables puede derivar en un desenlace desproporcionado.
La campaña oficialista carga con una contradicción estructural. Milei pide más tiempo, pero no ofrece una narrativa de esperanza inmediata. Su discurso es sacrificial, sin un horizonte claro de recompensa. El sacrificio como fin en sí mismo corre el riesgo de convertirse en un callejón sin salida. A la recesión, el atraso salarial y la inflación reprimida se suma la sensación de agotamiento en la sociedad. La promesa de un salto exportador hacia 2033 —40.000 millones de dólares adicionales por minería, energía, agro e innovación— puede entusiasmar a las cámaras empresarias, pero está demasiado lejos para el votante que en octubre debe decidir si le renueva crédito político.
El contraste con el presente es brutal. En seis meses, el Gobierno pidió dos rescates. El primero, del FMI; el segundo, ahora, de la administración Trump. Y en ninguno de los casos hubo una autocrítica explícita de la praxis económica. Milei sigue convencido de que la disciplina fiscal y el ajuste son suficientes para enderezar el rumbo, sin reconocer que la política es el eslabón indispensable para sostener la economía. “La economía no va a funcionar si la política no está alineada”, repiten en Wall Street, el FMI y hasta en oficinas del propio Tesoro norteamericano.
El resultado electoral del 26 de octubre será, por lo tanto, un plebiscito sobre la viabilidad de la experiencia libertaria. Los números son claros: para blindarse ante un eventual juicio político o frente a vetos, La Libertad Avanza necesita conformar un tercio en Diputados, es decir, llegar a un bloque de 86 bancas. Hoy apenas cuenta con 37, de las cuales siete caducan este año. Simulaciones de consultoras privadas muestran que, con un 36 o 37% de los votos, Milei podría acercarse a esa cifra. Con menos, quedaría a merced de la oposición.
El mapa electoral, sin embargo, no augura triunfos fáciles. Córdoba y Santa Fe no registran los números esperados. En la Ciudad, la lista encabezada por Alejandro Fargosi está por debajo de la de Patricia Bullrich. Y en Buenos Aires, donde se concentra el 40% del padrón, la derrota reciente del oficialismo fue tan amplia que desinfló la aspiración de “pintar el país de violeta”.
La oposición, en tanto, percibe una oportunidad. El peronismo en la provincia de Buenos Aires se siente revitalizado, con una militancia entusiasmada en darle “otra trompada” al Presidente. Y los gobernadores nucleados en Provincias Unidas —Llaryora, Pullaro, Valdés, Torres, Vidal y Sadir— buscan construir un polo alternativo, aunque aún no logren consolidarse como opción nacional.
El dilema de Milei es, entonces, doble: hacia adentro, necesita reconstituir la mística que lo llevó al poder; hacia afuera, demostrar que su programa económico no es una aventura insostenible. La ayuda de Trump le compró tiempo, pero no resuelve la ecuación de fondo. Porque, como advirtió The Economist, “si La Libertad Avanza fracasa en las elecciones intermedias, los dólares de Trump no impedirán que la Argentina vuelva a quebrar”.
La historia muestra que los liderazgos carismáticos y divisivos, como los de Trump y Bolsonaro, bajo reglas democráticas, tienen dificultades para reelegirse. El 26 de octubre no define solo el futuro inmediato del Gobierno: puede marcar si Milei es un experimento pasajero o si logra transformarse en una fuerza estable. Mientras tanto, el Presidente insiste en su mantra: “Vamos que se puede”. La pregunta es si ese eco de Macri será suficiente para evitar que, una vez más, la Argentina se quede sin aire.







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