


Por RICARDO ZIMERMAN
Hay algo en el modo en que el Gobierno de Javier Milei anuncia sus medidas que parece calcado de un manual de ilusionismo político: se promete un beneficio rutilante —retenciones cero para el agro, nada menos— y se instala en la opinión pública la sensación de un alivio inmediato. Pero al rascar apenas un poco, aparece la trampa, el detalle no dicho, la letra chica que deja a buena parte del sector afuera.
La historia reciente con los granos y oleaginosas es un buen ejemplo. El decreto que eliminaba las retenciones llegó con un cupo de USD 7.000 millones que duró apenas 72 horas. Lo que para muchos productores parecía una oportunidad histórica se transformó en un festival de declaraciones juradas que las grandes exportadoras aprovecharon a máxima velocidad, dejando a los pequeños afuera. El resultado fue un enojo palpable en el campo: la desilusión de quienes no pudieron registrar sus ventas convive con la sensación de haber sido engañados por la falta de claridad —¿intencional?— en los alcances de la medida.
El Gobierno, por su parte, juega con el doble discurso. De un lado, se presenta como el gran aliado del agro, la administración que por fin le quita el peso de las retenciones. Del otro, administra las medidas con un nivel de opacidad que desconcierta incluso a los más expertos. No es casualidad: la falta de claridad no es un error técnico, sino un recurso político. Se promete más de lo que se puede cumplir y se delega en la letra chica el desengaño posterior.
El malestar es real. En el interior, dirigentes rurales y productores medianos sienten que se los utiliza como escenografía de campaña mientras los beneficios concretos quedan concentrados en manos de los grandes jugadores. “Muchos productores se quedaron afuera”, admitió Nicolás Pino, presidente de la Sociedad Rural Argentina. Esa frase resume el clima: enojo, bronca, desconfianza. Y, sobre todo, la percepción de que las reglas se diseñan no para solucionar un problema estructural, sino para salvar la coyuntura financiera del Gobierno.
Porque, seamos claros: la medida no es un gesto de amor hacia el campo, sino la desesperación por conseguir dólares. El oficialismo necesita oxígeno para las reservas, calmar el dólar y dar la sensación de estabilidad en medio de una campaña electoral. ¿Electoralismo o necesidad genuina? Probablemente ambas cosas. Milei y su gabinete saben que sin dólares no hay plan económico que sobreviva. Pero también saben que sin relato, sin épica, la narrativa libertaria se queda vacía. Y allí entran en escena las “retenciones cero”: el símbolo de una Argentina libre de impuestos distorsivos que, en la práctica, se sostiene apenas unos días.
El contraste con las promesas de campaña es inevitable. Milei prometió dinamitar las retenciones, eliminarlas de raíz, como parte de su cruzada contra la presión impositiva. La realidad es otra: decretos temporales, cupos limitados, beneficios que se evaporan a la velocidad de la luz. ¿Estamos frente a un gobierno que promete lo que sabe que no puede cumplir? O peor aún: ¿un gobierno que promete sabiendo que no quiere cumplir, porque necesita administrar cada resquicio fiscal para sostener su frágil equilibrio?
Lo que asoma detrás de estas medidas es la tozudez de un gabinete económico que se resiste a reconocer los límites de su propio programa. Javier Milei, en su estilo intransigente, prefiere mostrarse como un presidente que no negocia, que no da marcha atrás, que no “traiciona” su dogma fiscal. El problema es que la economía no entiende de dogmas, sino de realidades. Y cuando las realidades golpean, la obstinación se convierte en peligro.
En la política argentina el concepto de “gatopardismo” siempre ronda como sospecha: cambiar algo para que nada cambie. Pero lo de Milei y su equipo parece otra cosa: no tanto un gatopardismo calculado, sino una especie de testarudez épica. Prefieren morir con las botas puestas antes que corregir el rumbo. El problema es que, en ese camino hacia el sacrificio, no se llevan sólo su gobierno: arrastran con ellos a millones de argentinos a la miseria.
¿Es este el destino inevitable? ¿Un gobierno que se encierra en su propio relato, que insiste en fórmulas que no funcionan, que promete alivios que duran horas? Las señales no invitan al optimismo. La política del “todo o nada” suele terminar en nada. Y el campo, tantas veces usado como bandera electoral, ya no compra relatos fáciles. Reclama previsibilidad, reglas claras, medidas que duren más que un suspiro.
En definitiva, las retenciones cero fueron menos una política pública que un acto de marketing. Un golpe de efecto para la tribuna, una ilusión que se deshizo en tres días. El campo tomó nota. Y lo que queda en el aire es la pregunta que atraviesa toda la gestión Milei: ¿es posible gobernar la Argentina sólo con épica y dogma, sin un mínimo de realismo?
La respuesta, por ahora, es inquietante. Porque lo que el Gobierno vende como audacia libertaria empieza a parecerse demasiado a la obstinación de un piloto que, en plena tormenta, se niega a desviar el rumbo aunque el avión vaya directo hacia la montaña.











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