Entre el dogma y la polenta: Milei descubre que gobernar Argentina no es dirigir Finlandia

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

Hay un principio elemental en política que hasta el más bisoño dirigente municipal conoce: no se puede gobernar peleándose con todos los sectores al mismo tiempo. Javier Milei parece decidido a comprobar lo contrario, como si desafiar las leyes de la física política fuera una prueba de carácter y no de obstinación. Se enfrenta a gobernadores, diputados, empresarios, sindicalistas y hasta a quienes hace apenas meses lo aplaudían. Pero gobernar un país no es una maratón de likes en redes sociales: tarde o temprano, la soledad en el poder pasa factura.

El Presidente insiste, con la vehemencia de un predicador en medio del desierto, en que solo él posee la verdad revelada. Y aquí surge la pregunta incómoda: cuando alguien cree que todos —sin excepción— están equivocados menos él, ¿quién es realmente el equivocado? Las señales recientes del Congreso, que rechazó sus vetos y avanza sobre los DNU, parecen responder por sí solas. No hay dogma que resista la aritmética parlamentaria ni los estómagos vacíos.

Porque la macroeconomía, por más brillante que luzca en los gráficos, no llena heladeras ni paga remedios. El riesgo país, los bonos y el dólar son abstracciones que poco consuelan al jubilado que recorta medicamentos o a la madre que calcula si alcanza para el almuerzo. Milei habla de disciplina fiscal como si gobernara un aula magna de Helsinki; el problema es que su auditorio es un país con 45% de pobreza, donde las promesas de asado suelen convertirse en polenta y arroz.

Aquí es donde el contraste roza la ironía. Finlandia tiene uno de los niveles educativos y socioeconómicos más altos del mundo, con ciudadanos acostumbrados a servicios públicos impecables. Argentina, en cambio, es experta en autoengaños colectivos: los mismos que aceptan promesas imposibles de políticos tradicionales ahora soportan discursos de motosierra y libertad pura, mientras esperan milagros inmediatos que nunca llegan. La paciencia de la sociedad tiene un límite, y ese límite no es ideológico: es el estómago.

Los jóvenes —esos que con entusiasmo irreverente lo catapultaron a la Casa Rosada— empiezan a preguntarse si el cambio por el que votaron no se parece demasiado a las frustraciones del pasado. Se ilusionaron con resultados cortoplacistas, con el golpe de efecto y el ajuste exprés que borraría décadas de decadencia. Descubren ahora que los procesos de transformación real llevan años, que las corporaciones no ceden sin pelear y que el romanticismo libertario no compra pan en la panadería de la esquina. La gran incógnita es si esos jóvenes sostendrán al gobierno cuando las grandes corporaciones y los viejos poderes se movilicen para desestabilizarlo, o si preferirán mirar hacia otro lado, buscando un nuevo héroe que prometa lo imposible.

Mientras tanto, el presidente juega a ser estadista, pero la duda persiste: ¿es Milei un ingenuo que no midió el tamaño del monstruo que decidió enfrentar? ¿Un improvisado que creyó que los discursos incendiarios podían reemplazar las alianzas políticas? ¿O un hombre con buenas intenciones, pero sin la estatura de estadista que un país tan complejo exige? Tal vez sea un poco de todo eso, una mezcla de audacia genuina y torpeza estratégica.

La ironía, en medio de todo, es que Milei parece estar aprendiendo en tiempo real lo que sus críticos ya sabían: la Argentina no es Finlandia, y gobernarla no es un experimento de laboratorio austríaco. Aquí no alcanza con citar teorías económicas ni con humillar a los adversarios en conferencias de prensa. Aquí hay piquetes, sindicatos, gobernadores que controlan presupuestos provinciales y un pueblo que, aunque descreído, sabe reconocer cuándo lo toman por ingenuo.

El escenario actual es una advertencia: ningún presidente, por más outsider que sea, puede sostener un país fragmentado creyendo que todos los demás son idiotas. La macroeconomía puede seducir a los mercados, pero no engaña al hambre. La juventud puede esperar, pero no eternamente. Y las corporaciones, esas que conocen el manual del poder mejor que nadie, no dudarán en torcer el brazo de un gobierno que confunda voluntad con omnisciencia.

Milei, que irrumpió como una tormenta disruptiva, enfrenta ahora la prueba más difícil: demostrar que puede pasar del grito al consenso, de la motosierra al bisturí, del dogma a la política real. De lo contrario, su experiencia presidencial corre el riesgo de ser recordada no como una revolución libertaria, sino como un experimento fallido que, entre Finlandia y la polenta, terminó enseñando —otra vez— que en Argentina las recetas mágicas siempre se queman en la olla.

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