


Por RICARDO ZIMERMAN
Hay un problema con la soberbia: tarde o temprano se paga. El Gobierno de Javier Milei lo está descubriendo a golpes de urna. Y como suele pasar en la política argentina, las derrotas no vienen solas: arrastran confesiones, miserias y hasta audios que nadie debería haber escuchado.
La derrota en Buenos Aires no fue un accidente. Fue el resultado de una acumulación de errores que podrían resumirse en dos palabras: soberbia y arrogancia. Milei creyó que con gritarle “enano soviético” a Kicillof alcanzaba para neutralizarlo. Se equivocó. Porque en política, los apodos no reemplazan la gestión. Y la gestión es lo que más falta.
Empecemos por Cristina Kirchner. Su detención generó un fenómeno inesperado: fue el mejor incentivo para que miles de personas salieran a votar con bronca y con fe en su inocencia. No hacía falta un manual de sociología electoral para preverlo. Pero el oficialismo actuó como si la ex presidenta fuera un cadáver político. Error. Cada vez que se la ataca sin cálculo, Cristina resucita.
Después está la economía. O mejor dicho, el estancamiento. Milei es un macroeconomista que todavía no entendió que la microeconomía existe. La gente no come con el equilibrio fiscal; come con el sueldo. La inflación podrá bajar en los powerpoints de Caputo, pero en las casas de los votantes los precios suben como siempre. Y mientras tanto, las fábricas se frenan, los comercios se vacían y el empleo informal crece. ¿Resultado? Una economía que huele a recesión.
El Gobierno también logró algo notable: mostrarse insensible con los sectores más vulnerables. El caso de las pensiones por discapacidad lo probó. En vez de separar la paja del trigo —las pensiones mal otorgadas de los beneficios legítimos— eligió meter todo en la misma bolsa. El mensaje fue brutal: los discapacitados pasaron a ser una variable de ajuste. Una torpeza tan innecesaria como cruel.
Y si hablamos de torpezas, hablemos de los audios de Spagnuolo. En cualquier país serio, un funcionario involucrado en filtraciones semejantes estaría, como mínimo, apartado hasta que la justicia decida. Aquí no: aquí se lo protege, se lo maquilla y se lo presenta como víctima.
El factor Karina Milei merece un párrafo aparte. La hermana del Presidente se convirtió en su sombra y, al mismo tiempo, en su talón de Aquiles. El poder concentrado en ella es tan exagerado que cualquier error suyo contamina directamente al Presidente. Milei no lo entiende: cuando empoderás demasiado a un familiar, lo transformás en una debilidad institucional.
Lo mismo vale para los Menem. No alcanza con jurar que se es distinto al menemismo si el gobierno está lleno de Menem. Eduardo “Lule” Menem es la pieza más discutida. Mientras la justicia no despeje dudas sobre él, su permanencia en el Ejecutivo es un lastre político.
Pero más grave que los nombres propios es la ausencia de gestión. ¿Dónde están las obras? ¿Dónde están las rutas, las autopistas, las cloacas, el mantenimiento básico? El gobierno parece ocupado en batallas culturales mientras el asfalto se rompe y los hospitales se caen a pedazos. Nadie votó a Milei para ver cómo se pelea con periodistas, artistas o economistas. La gente lo votó para que gestione. Y gestionar es mucho más aburrido que gritar en un set de televisión.
La pelea con todos también desgasta. A Milei le gusta enfrentar a los medios, a los bancos, a la UIA, a los científicos y a los artistas. Hasta se pelea con los discapacitados. Está convencido de que es una cruzada épica contra “la casta”. Pero en política hay una diferencia entre defender intereses distintos y atacar personas. La primera es legítima; la segunda, suicida. Cuando se pelea con todos, el resultado es que se queda solo.
La soledad también se siente en el Congreso. No hay acuerdos mínimos, no hay mayorías, no hay estrategia parlamentaria. Y sin un piso de consensos, lo único que hay son derrotas legislativas en cadena. Un gobierno que pierde en el Congreso antes de perder en las urnas es un gobierno condenado.
¿Qué debería hacer Milei para recuperar la iniciativa? Primero, pedir disculpas. No con la boca chica, no con una sonrisa irónica: disculpas sinceras, a los discapacitados, a los trabajadores, a los jubilados. Segundo, dejar de obsesionarse con Cristina y empezar a advertir lo obvio: que un presidente Kicillof sería un retroceso. No hace falta insultarlo; basta con repasar su gestión. Tercero, entender que la macroeconomía no es todo. Que la microeconomía —los precios, el empleo, la vida diaria— también importa. Cuarto, apartar a los involucrados en escándalos hasta que la justicia hable.
El Presidente también debería reordenar su mesa chica. Menos Karina, menos Menem, menos improvisación. Y más gestión. Obras, rutas, cloacas, hospitales. Cosas que se vean. Cosas que importan.
Finalmente, acuerdos. Sí, acuerdos. No se trata de entregar el equilibrio fiscal. Se trata de negociar lo básico para evitar la parálisis. Si Milei no quiere repetir la historia de presidentes que gobernaron poco y mal, tendrá que tragarse el orgullo y sentarse con parte de la oposición.
El precio de la soberbia es alto. Y Milei lo está pagando. La pregunta es si aprenderá la lección antes de que la factura la termine de pagar el país entero.













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