


- El Gobierno impulsó dos jugadas judiciales: frenar la difusión de audios de Karina Milei y denunciar espionaje.
- El verdadero objetivo es neutralizar el caso Spagnuolo, que expone un presunto mecanismo de corrupción con la droguería Suizo Argentina.
- La cautelar del juez Maraniello fue calificada como “censura previa” y se anticipa que no resistirá en instancias superiores.
- Stornelli frenó el intento oficial de avanzar contra periodistas y fuentes, pese al pedido del Ministerio de Seguridad.
- La estrategia busca cuestionar el origen de los audios, pero termina amplificando su circulación y el daño político.
- El plan de emergencia revela improvisación, suma costos en mercados y erosiona la narrativa anticasta del oficialismo.
El Gobierno de Javier Milei eligió avanzar en el frente judicial con dos jugadas simultáneas: un pedido para frenar la difusión de los audios atribuidos a Karina Milei y otro escrito en el que se denuncia espionaje. La apuesta, sin embargo, revela un objetivo más profundo: neutralizar el caso Spagnuolo, el expediente que expuso presuntos mecanismos de corrupción con epicentro en la droguería Suizo Argentina y que amenaza con horadar el núcleo del discurso libertario contra la “casta”.
No es casual. Lo que se busca, en términos políticos, es correr el foco. Sacar de la primera plana la trama de coimas y contratos que salpican al oficialismo y desplazar la atención hacia una narrativa más cómoda: la de un gobierno asediado por prácticas de espionaje y operaciones mediáticas. El problema es que, en el intento, el Ejecutivo eligió cruzar límites que la Constitución consagra como intocables.
El fallo del juez Alejandro Maraniello, que prohibió la difusión de los audios de Karina Milei, es un ejemplo de esa extralimitación. Un abogado con trayectoria en la Corte lo sintetizó sin vueltas: “un disparate”. La medida, de dudosa legalidad y sin chances serias de sostenerse en instancias superiores, fue leída en Comodoro Py como un acto de censura previa. Y lo es. Censurar antes de publicar, además de ir contra la Constitución, contraría los pactos internacionales de los que Argentina es signataria.
La otra movida judicial recayó en el juzgado de Julián Ercolini, con el fiscal Carlos Stornelli marcando un límite claro: no se puede avanzar contra fuentes periodísticas, ni mucho menos impulsar allanamientos a periodistas. El Ministerio de Seguridad, sin embargo, había solicitado justamente eso. Patricia Bullrich fue la encargada de uniformar el discurso oficial, denunciando una red de espionaje ilegal que —según su versión— busca desestabilizar al Presidente.
La lectura política es transparente. Si no se puede frenar la circulación de los audios —porque en la práctica eso es imposible—, al menos se intenta cuestionar su origen. Colocar bajo sospecha el método con el que se conocieron las grabaciones y convertir ese debate en el centro de la escena. Es un recurso viejo en la política argentina: cuando el contenido incomoda, se ataca la fuente.
El caso Spagnuolo, además, no se limita a una conversación privada. Habla de un mecanismo de corrupción que involucra compras estatales y que ya comienza a irradiar hacia otros organismos. Por eso, el impacto es doble: erosiona la credibilidad del gobierno en su promesa de austeridad y, al mismo tiempo, agita los mercados, que observan las turbulencias internas del mileísmo con inquietud.
La reacción oficial tiene un costo. El intento de forzar límites constitucionales en nombre de la defensa política no solo multiplica las críticas de juristas y organismos de prensa: también amplifica, paradójicamente, el efecto de los audios. Cuanto más se intenta silenciarlos, más circulan y más atención despiertan.
Este plan de emergencia, diseñado en Olivos con la participación de Karina Milei, Santiago Caputo, Guillermo Francos y Patricia Bullrich, no logra esconder las fisuras. A los traspiés legislativos, las derrotas provinciales —como la reciente en Corrientes— y el malestar creciente entre gobernadores, se suma ahora un frente judicial que coloca al Gobierno en una posición defensiva.
La estrategia, entonces, aparece como un boomerang. Porque la censura previa, lejos de apagar el incendio, echa nafta sobre las brasas. Porque los mercados leen la improvisación como un signo de debilidad. Y porque la sociedad, más allá de afinidades ideológicas, percibe que detrás de la retórica anticasta puede haber prácticas que no difieren tanto de las que se prometió erradicar.
En política, pocas cosas son tan riesgosas como perder el control de la agenda. El caso Spagnuolo demostró que los audios hablan más fuerte que los comunicados oficiales. Y el intento de taparlos no hace más que confirmar su gravedad.





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