


- La inteligencia artificial produce contenidos, influencers virtuales y opiniones falsas que simulan ser reales en redes sociales.
- Bots y deep fakes inflan tendencias y manipulan lo que creemos popular en plataformas como X, TikTok y YouTube.
- Todo depende de un insumo clave: los datos personales que entregamos cada día al usar dispositivos y aplicaciones.
- Asistentes como Siri y Alexa fueron denunciados por grabar conversaciones sin permiso, revelando la voracidad por la información.
- Gobiernos como EE.UU. y Dinamarca avanzan en medidas de seguridad y protección de la identidad digital frente a estos riesgos.
- La gran paradoja: creemos ser usuarios, pero en realidad somos el producto y el combustible de la fábrica de datos.
Vivimos en un tiempo donde lo real y lo artificial se confunden cada vez más. La Inteligencia Artificial dejó de ser un concepto futurista para convertirse en un motor de producción de contenidos: imágenes, voces, textos, guiones, novelas, artículos periodísticos, campañas de marketing y hasta influencers virtuales que parecen humanos pero no respiran. Funcionan las 24 horas del día y, a diferencia de nosotros, no se cansan. Esa maquinaria ya no solo crea entretenimiento: también produce opinión pública, simula debates en redes sociales, inventa tendencias y manipula lo que creemos que es popular.
La verdad incómoda es que mucho de lo que vemos en X, TikTok o YouTube no es espontáneo. Los “likes”, las vistas y los comentarios forman parte de un gigantesco laboratorio de manipulación social donde deep fakes y bots diseñan corrientes de opinión y nos arrastran hacia ellas. Creemos discutir con personas, pero a menudo se trata de programas entrenados para influir en lo que pensamos.
Sin embargo, toda esta alquimia tecnológica requiere un ingrediente esencial: nosotros. Nuestros datos. Sin nuestra información personal, los algoritmos serían ciegos. Con ella, se convierten en dioses que nos conocen mejor que nosotros mismos.
Escuchar siempre, vigilar siempre
Los ejemplos son numerosos. Apple debió enfrentar una demanda colectiva tras descubrirse que Siri grababa conversaciones incluso sin estar activada. Amazon y su asistente Alexa atravesaron denuncias similares, luego de que empleados reconocieran escuchar fragmentos de diálogos privados para “mejorar el servicio”. ¿El verdadero objetivo? Perfeccionar la publicidad dirigida y aumentar el negocio.
La voracidad por recolectar datos no se detuvo en los teléfonos. Ahora los autos están conectados a internet, los televisores inteligentes registran lo que vemos, y hasta los electrodomésticos recopilan información: heladeras, microondas, lavarropas y cafeteras con wifi. Todo se suma a la huella digital que dejamos en GPS, WhatsApp, TikTok, redes sociales, billeteras virtuales y aplicaciones descargadas sin leer los permisos. Cada vez que hacemos clic en “Aceptar”, entregamos un pedazo más de nuestra vida privada.
La industria tecnológica sabe qué consumimos, qué deseamos y hasta lo que callamos. Conoce nuestro comportamiento y nuestras debilidades. Lo usa para diseñar productos que quizás no necesitamos, pero que terminamos deseando. Y lo más grave: moldea nuestras opiniones, influye en nuestras conversaciones, condiciona nuestras decisiones.
Reacciones y advertencias
Ante este panorama, algunos Estados intentan reaccionar. La Casa Blanca prohibió a sus funcionarios utilizar WhatsApp en dispositivos oficiales por considerarlo un riesgo de seguridad. Dinamarca, en línea con iniciativas de la Unión Europea, presentó un proyecto de ley que reconoce la imagen digital, la voz y el rostro como parte de la identidad protegida de las personas. No es un detalle menor: en un mundo de deep fakes y clonación digital, proteger la identidad se vuelve tan crucial como resguardar el documento de identidad físico.
Pero estos esfuerzos son todavía fragmentarios y desiguales. Mientras tanto, la fábrica global de datos sigue funcionando a toda máquina. Y lo hace gracias a su materia prima más valiosa: nosotros, los usuarios.
¿Qué lugar ocupamos?
El problema ya no es si la tecnología es buena o mala, sino cómo convivimos con ella. La inteligencia artificial y la hiperconectividad llegaron para quedarse, pero la pregunta es en qué condiciones. Hoy estamos atrapados en un sistema que nos ofrece comodidades a cambio de nuestra privacidad. Y aunque creemos ser usuarios, en realidad somos el producto.
La paradoja es clara: exigimos seguridad, pero aceptamos condiciones que nos exponen. Demandamos autenticidad, pero interactuamos con simulacros digitales sin darnos cuenta. Nos quejamos de la manipulación, pero seguimos alimentando a la bestia con nuestros datos, cada minuto, cada clic.
El desafío del futuro inmediato es reclamar control sobre nuestra identidad digital y exigir reglas claras a quienes manejan estas tecnologías. De lo contrario, seguiremos siendo lo que ya somos: el combustible inagotable de una industria que no descansa.




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