


Por RICARDO ZIMERMAN
La Argentina es un país que se reinventa todo el tiempo… en su decepción. Se reinventa en su hastío. Cambian los presidentes, los ministros, los discursos, y lo único que permanece constante es la sospecha: la corrupción de ayer y la de hoy, con nuevos actores, pero con el mismo libreto.
La gente —esa abstracción que todos invocan pero pocos escuchan— ha empezado a bostezar frente a la política. Ya no se trata solo de apatía. Es algo más profundo: una desconexión existencial con el acto de votar. La pregunta que circula en sobremesas y colas de supermercado es tan cruda como peligrosa: ¿para qué votar si todo sigue igual?
El voto obligatorio, que en otras latitudes sería celebrado como un compromiso con la democracia, acá se ha transformado en un trámite rutinario, casi burocrático. Ir a la escuela designada, doblar la boleta, meterla en la urna, firmar. Una ceremonia que debería ser un acto de fe cívica y que, para muchos, no es más que un gesto vacío.
No es el fin de la democracia, claro. Es, quizás, algo más inquietante: el fin de la creencia en la democracia como motor de cambio. Porque el sistema, como maquinaria, sigue funcionando. Hay urnas, hay fiscales, hay padrones. Lo que se ha roto es la confianza.
Mientras tanto, en las pantallas de televisión y en la histeria interminable de las redes sociales, los mismos rostros discuten lo mismo, se insultan de la misma manera, y pronuncian idénticas promesas que nadie cree. La “casta” y los “anticasta” se han vuelto un show repetido: un simulacro de enfrentamiento para la tribuna, pero sin consecuencias palpables en la vida cotidiana.
La inflación no discute: castiga. Las tarifas no prometen: se cobran. Los sueldos no opinan: alcanzan o no alcanzan. Y en esa economía del día a día, los argentinos inventan changas, segundos trabajos, oficios a destiempo, para sobrevivir en un país que parece exigir más energía de la que da. La política, entretanto, habla de sí misma.
El fenómeno es evidente: la sobreexposición genera cansancio. Es una simulación de participación que no convoca, sino que expulsa. El ciudadano común, mientras paga una factura de luz que se duplicó, escucha a dirigentes discutir sobre “narrativas” y “batallas culturales”. Todo muy interesante, si no fuera porque el estómago no se llena con retórica.
El resultado es un agotamiento psíquico. Una fatiga cívica que se traduce en indiferencia. El domingo de elecciones, muchos preferirían dormir, leer, ver un partido, antes que caminar hasta la mesa electoral para cumplir con una obligación que ya no sienten como un derecho.
El riesgo es evidente: si dejamos de votar, dejamos de incidir. Y si votamos en piloto automático, entregamos el destino sin resistencia. Ese es el filo de la navaja en el que está parada la Argentina.
La paradoja es que nunca como ahora hubo tantas voces políticas, tantas transmisiones en vivo, tantos debates encendidos. Pero esa abundancia no ilumina: enceguece. Como un sol demasiado fuerte que, en vez de permitir ver, obliga a cerrar los ojos.
La democracia no está agotada. Lo que está agotado es el relato que nos ofrecen de ella. Lo que está quebrado es el pacto de confianza entre dirigentes y representados. Pero el sistema espera. Nos espera. Como un viejo teatro que aún abre sus puertas, aunque el público llegue cansado.
El desafío es convertir la obligatoriedad en compromiso. No resignarse al automatismo del trámite electoral, sino entender que incluso desde la apatía se puede ejercer presión. Votar no como una liturgia vacía, sino como un reclamo. Como una advertencia: los problemas estructurales no pueden seguir postergándose.
Porque la inflación no es de derecha ni de izquierda: es inflación. La pobreza no es libertaria ni peronista: es pobreza. Y el desempleo no es un tema de relato: es la imposibilidad concreta de planificar una vida.
Si embargo, millones de argentinos volverán a poner un sobre en la urna. Algunos convencidos, otros resignados, otros fastidiados. Pero todos, aun en la fatiga, saben que si no lo hacen, alguien más decidirá en su lugar.
La democracia argentina, como tantas veces, sobrevive a su propio desencanto. Renace de la insatisfacción. Y quizá ese sea su destino: no prometer felicidad, sino garantizar que siempre haya una oportunidad más para intentar que algo cambie.
En definitiva, el cansancio no puede ser excusa para la rendición. Si los políticos han agotado nuestra paciencia, la respuesta no puede ser la indiferencia. Al contrario: debería ser un voto más consciente, más crítico, más incómodo. Un voto que obligue a quienes gobiernan a mirar más allá del espejo en el que se contemplan.
La fatiga de creer es real. Pero más real aún es el riesgo de no creer en nada. Y un país sin creencias compartidas, sin voluntad común, es apenas un archipiélago de soledades.
Por eso, pese a todo, hay que votar. Aunque sea con bronca. Aunque sea con escepticismo. Aunque sea con cansancio. Porque la democracia no se defiende con discursos, se defiende con votos. Y porque, en la Argentina, aun cuando todo parezca repetirse, siempre hay una mínima posibilidad de que algo empiece, otra vez, a cambiar.









Provincias Unidas: el laboratorio del poder que Milei no vio venir


El poder sitiado: entre los audios de Karina, las internas libertarias y la fragilidad del orden

El oficialismo y la crisis interna: El desgaste de Milei y la búsqueda de estabilidad política




Santiago Caputo rompe el silencio y marca los principios de la era mileísta




Los Pumas caen ante Australia y pierden unidades en el ranking


