


- El oficialismo utilizó los episodios de violencia en la campaña bonaerense para victimizar a Javier Milei y desplazar la atención del escándalo de corrupción en la ANDIS.
- La narrativa libertaria buscó instalar que el kirchnerismo recurre a la intimidación física como último recurso político.
- Axel Kicillof reforzó la seguridad en Moreno, pero las imágenes de tensión igualmente sirvieron al relato oficialista.
- Dentro del Gobierno hay matices: algunos celebran la polarización, otros advierten que la violencia puede volverse en contra si se desborda.
- El riesgo es que Milei, como Presidente, sea percibido como incapaz de garantizar el orden público, lo que erosiona su propio relato.
- La estrategia puede rendir réditos en el corto plazo, pero en el mediano amenaza con generar un costo político alto si la violencia trasciende lo discursivo y se instala en la vida cotidiana.
La campaña bonaerense entró en su tramo final bajo un signo inquietante: la violencia política. Ya no fueron los audios de la corrupción en la Agencia Nacional de Discapacidad ni las grabaciones que comprometen a Karina Milei lo que copó la escena en las dos últimas jornadas previas a las elecciones, sino las imágenes de encapuchados, piedrazos y botellazos que rodearon los actos de Javier Milei en el conurbano.
El oficialismo hizo de esa tensión un insumo central. La apuesta fue clara: instalar la narrativa de que el Presidente y su movimiento son víctimas de una oposición que no trepida en recurrir a la intimidación física. En Balcarce 50 confían en que esas escenas son políticamente funcionales. Un asesor lo sintetizó con crudeza: “Los orkos muestran su esencia, nada mejor que eso para exponer lo que hay del otro lado”. La frase revela un cálculo pragmático: cuanto más desbordada aparezca la militancia kirchnerista, más se fortalece la figura de Milei como outsider acosado por un sistema violento y corrupto.
La teatralización de esa narrativa alcanzó su punto culminante en el cierre de campaña en Moreno. Milei ingresó al escenario saltando como en un pogo, al ritmo de La Renga, rodeado de custodios y enardecido por la liturgia libertaria. Apenas tomó la palabra, eligió hablar de los ataques recibidos en Lomas de Zamora: “Podrían haber matado a cualquiera”, dijo, y trazó un paralelo con el caso Nisman. No se trató de un exabrupto, sino de un guion premeditado. Minutos antes, en una entrevista con Louis Sarkozy, ya había afirmado que el kirchnerismo busca asesinarlo. En redes, su tropa digital amplificó el mensaje con entusiasmo.
El kirchnerismo, por su parte, intentó desmarcarse de cualquier responsabilidad. Axel Kicillof reforzó la seguridad con helicópteros y patrulleros, en coordinación con Casa Militar y Gendarmería. Mariel Fernández, intendenta de Moreno, hizo lo propio en el distrito. El saldo fue, finalmente, de incidentes menores. Pero lo central no fue lo que ocurrió, sino cómo se interpretó. Para el oficialismo nacional, cada piedra lanzada contra un periodista o cada pancarta con la palabra “Milei = muerte” confirmaba su relato.
La utilidad de esta estrategia es evidente: el escándalo de los audios de Diego Spagnuolo, que involucraba supuestas coimas en la ANDIS, quedó relegado a un segundo plano. El Gobierno consiguió, al menos por unos días, desplazar la agenda de la corrupción hacia la de la seguridad. La víctima pasó a ser Milei.
Pero la apuesta encierra riesgos. Algunos libertarios lo admiten en privado. “Se puede ir de las manos de un momento para el otro”, dijo un asesor de la primera línea. Otro lo planteó con más precisión: “Si se te desmadra la calle, el Gobierno, como dueño del monopolio legítimo de la violencia, pasa a ser el responsable”. La frontera es delgada. Entre la victimización política y la sensación de descontrol hay apenas un paso.
El oficialismo ensaya así un delicado equilibrio. En sus sectores más exaltados, celebran las imágenes de tensión como si fueran combustible para la polarización. En los más racionales, predomina la cautela: saben que la sociedad argentina no tolera fácilmente la violencia política, menos aún cuando afecta la vida cotidiana en el conurbano. El recuerdo de la “calle caliente” durante los años del kirchnerismo pesa como advertencia.
El paralelo que se hace en la Casa Rosada con las jornadas previas a la detención domiciliaria de Cristina Kirchner es ilustrativo. Entonces, la conflictividad callejera terminó debilitando al Gobierno de turno, que fue visto como incapaz de garantizar el orden. Hoy, Milei corre un riesgo similar: que el relato de la violencia se vuelva en su contra si la calle se desborda.
La pregunta de fondo es si este uso político de la violencia resulta eficaz en el terreno electoral. La polarización es un recurso conocido: divide aguas, refuerza identidades y disciplina a los propios. Pero también tiene un techo. El electorado bonaerense, donde el kirchnerismo conserva su bastión más sólido, no necesariamente se dejará seducir por un discurso que roza la victimización permanente. La exaltación del caos puede movilizar a los convencidos, pero espantar a los moderados.
Milei apuesta a dramatizar el escenario para reforzar su condición de outsider asediado. Se coloca en el lugar de la víctima heroica, acosada por los resortes de un poder que lo quiere fuera del tablero. Es, en algún sentido, la continuidad de su narrativa de campaña presidencial: “el sistema contra mí”. La diferencia es que, ahora, el sistema es él mismo. El Presidente. Y en tanto tal, la responsabilidad de garantizar el orden le pertenece.
Lo que se juega en Buenos Aires no es sólo una elección legislativa provincial. Es también la capacidad del oficialismo de administrar los conflictos sin que lo devoren. En el corto plazo, las imágenes de violencia pueden servir como cortina de humo frente a los escándalos de corrupción. En el mediano, pueden abrir una grieta peligrosa: la percepción de que el Gobierno no controla la calle.
En esa delgada línea se moverá Milei en los próximos días. Si la violencia sigue siendo apenas un recurso retórico y televisivo, puede darle réditos. Si, en cambio, se convierte en una experiencia concreta y cotidiana para los bonaerenses, será él quien pague el costo. El cálculo político del oficialismo es arriesgado. Y en la política argentina, donde la calle siempre ha sido un actor central, los experimentos con violencia suelen terminar mal.






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