


Por RICARDO ZIMERMAN
En cada Rosh Hashaná, el eco del shofar no solo marca el inicio del año judío: es un recordatorio poderoso del origen del mundo y de nuestra responsabilidad en él. La plegaria “Hayom Harat Olam” —“Hoy es el nacimiento del mundo”— no es una frase poética congelada en el tiempo, sino una invitación a reflexionar sobre nuestro lugar en una historia milenaria. En esta festividad, el judaísmo nos enfrenta a preguntas que trascienden lo ritual: ¿quiénes somos, por qué estamos aquí y qué camino debemos tomar?
En tiempos inciertos, cuando el horizonte parece agitado por tensiones sociales y crisis existenciales, Rosh Hashaná no ofrece consuelos fáciles. No es un espejismo que disimula el dolor o el miedo: es el coraje de la alegría en medio de la fragilidad humana. Celebrar la creación del mundo, cuando a menudo dudamos de su justicia, es un acto de fe radical. Es afirmar que, pese al caos aparente, hay un plan mayor que nos envuelve.
Lo extraordinario de esta festividad es su carácter universal. A diferencia de Pésaj, Shavuot o Sucot —ancladas en la memoria particular del pueblo judío—, las plegarias de Rosh Hashaná abarcan a toda la humanidad. En este día pedimos que el temor y la conciencia del Creador alcancen a cada ser humano. Es un recordatorio de que nuestra identidad no es una frontera cerrada, sino una apertura hacia el mundo. Ser judío, en este contexto, significa asumir un compromiso ético que trasciende nuestras comunidades.
Muchos judíos viven una verdadera distancia de la práctica religiosa pero también experimentan su sentido de pertenencia. Esa tensión —alejamiento y arraigo— revela el misterio de la memoria colectiva: ser parte de una historia que comenzó mucho antes de nuestro nacimiento y que seguirá después de nuestra partida. Es una pertenencia que no se explica solo por costumbre o tradición: es una voz interna que llama, incluso en quienes han estado lejos.
Ese llamado es también una elección. Podemos ignorarlo, abandonar la historia, dejar que el hilo se corte. O podemos sostenerlo, ser un eslabón más en una cadena de generaciones que, contra todo pronóstico, ha sobrevivido al exilio, la persecución y el olvido. Esa elección no es neutra: su peso recae sobre el futuro de un pacto que sostiene no solo la fe, sino también la identidad cultural y moral de un pueblo.
En un contexto global y regional donde el antisemitismo reaparece, donde Israel enfrenta desafíos existenciales y las comunidades diásporicas sienten vulnerabilidad, Rosh Hashaná resuena como una advertencia y una promesa. Somos herederos de un legado vivo, pero ese legado no se mantiene solo: requiere acción, memoria y unidad.
Hoy, mientras suenan los shofarot en sinagogas alrededor de todo el planeta, el mensaje es claro: el mundo vuelve a nacer, y con él renace nuestra responsabilidad. El pedido por el regreso de los secuestrados y por la protección de nuestros hermanos en peligro no es solo un acto de súplica: es una declaración de pertenencia activa.
Que este año nuevo traiga fortaleza para sostener nuestra historia, alegría para celebrar la vida aun en la incertidumbre y unidad para avanzar en el camino trazado desde la creación. Porque el judaísmo, más que una fe heredada, es una elección diaria: la de seguir caminando juntos.





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