De contrapeso a piquetero: la metamorfosis del Parlamento

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

Cuando Mauricio Macri se abrazó con Javier Milei en la segunda vuelta presidencial, la escena fue leída en clave de pacto fundacional. No sólo porque significaba la confluencia de dos tradiciones políticas distintas, sino porque Macri introdujo una idea que sonaba tranquilizadora para buena parte de la sociedad: que, ante cualquier intento de avasallamiento por parte del nuevo presidente contra la institucionalidad republicana, sería el Congreso quien lo frenaría. La fórmula parecía simple y razonable. Milei, con sus ideas disruptivas, tenía un contrapeso natural en el Parlamento, esa máquina lenta y pesada que asegura que ninguna pasión del momento se lleve por delante la arquitectura institucional del país.

Lo que Macri quizás no previó —o prefirió no decir— es que el mismo Congreso que debía actuar como contralor se iba a transformar en una suerte de piquete institucional, dispuesto a bloquear toda iniciativa que llegara desde la Casa Rosada. No importa si la propuesta tiene algún mérito, si podría mejorar un aspecto de la vida de los ciudadanos o si coincide, palabra por palabra, con iniciativas anteriores que habían sido impulsadas por otros gobiernos. La lógica que se impuso es otra: frenar, frenar y frenar. Como un grupo de piqueteros que cortan una calle sin medir el impacto en quienes necesitan pasar, buena parte del Congreso encontró en el obstruccionismo un nuevo programa político.

El resultado es el mismo que se observa en la esquina de cualquier piquete callejero: parálisis, enojo social y pérdida de oportunidades. El Congreso no discute, no enmienda, no mejora. Se limita a bloquear. Y cuando se le recuerda a algunos legisladores que en gobiernos anteriores votaron exactamente lo contrario, la respuesta es el silencio incómodo o, peor aún, el cinismo explícito.

Ejemplos sobran. Normas económicas y administrativas que con el kirchnerismo eran defendidas con fervor ahora se declaran inconstitucionales, abusivas o directamente peligrosas. Reformas que antes eran celebradas como “modernización” hoy son denunciadas como “ajuste brutal”. Incluso proyectos que apuntan a mejorar la eficiencia del Estado, algo que siempre figuró en los discursos opositores, son tirados al tacho con una liviandad asombrosa. La coherencia se volvió un lujo que nadie parece dispuesto a pagar.

Detrás de este comportamiento se esconde una verdad incómoda: el Congreso está más preocupado por jugar a la política de desgaste que por cumplir la función que la ciudadanía espera de él. Frenar iniciativas del Ejecutivo se convirtió en una manera de marcar poder, de recordarle al Presidente que, sin mayorías propias, debe negociar cada paso. Hasta ahí, podría ser parte de las reglas del juego democrático. Pero lo que está sucediendo va más allá: se frenan proyectos que en otro contexto habrían sido aprobados con rapidez, simplemente porque el costo político de darle una victoria a Milei se percibe como inaceptable.

El problema es que en el medio queda la sociedad. Es la gente la que necesita reglas más claras para invertir, la que espera un alivio impositivo o una simplificación burocrática, la que paga el costo de cada iniciativa bloqueada sin siquiera ser discutida. No se trata de avalar ciegamente al Presidente ni de abdicar la tarea de control que le corresponde al Congreso. Se trata de evitar que la dinámica parlamentaria se degrade al nivel de un piquete improvisado. Un piquete corta el tránsito y arruina la vida de miles de ciudadanos para visibilizar una demanda. El Congreso corta el flujo institucional y posterga soluciones urgentes para marcar territorio político. La metáfora es dura, pero ajustada.

La paradoja es que muchos de los legisladores que hoy se rasgan las vestiduras frente a propuestas de Milei fueron complacientes con normas que, en el pasado, vulneraron derechos ciudadanos, castigaron a la economía privada y pusieron al Estado al servicio de intereses facciosos. Cuando esas mismas bancadas votaban a libro cerrado leyes que perjudicaban al bolsillo de la gente, el argumento era la necesidad de darle “gobernabilidad” al Ejecutivo. Hoy, la misma palabra se transformó en un tabú.

Es legítimo que la oposición busque diferenciarse, disputar la agenda y construir alternativas. Pero la frontera entre oposición responsable y obstrucción sistemática es cada vez más delgada. La democracia necesita contrapesos, no bloqueos totales. La institucionalidad republicana no se defiende paralizando todo lo que venga del Gobierno, sino garantizando que cada medida sea debatida, mejorada y, si corresponde, rechazada con argumentos sólidos. Lo demás es oportunismo disfrazado de republicanismo.

En este escenario, el riesgo es que el Congreso termine erosionando su propia legitimidad. Si la gente percibe que los legisladores sólo levantan la mano para frenar al Presidente, pero no para resolver problemas concretos, la desafección hacia la política crecerá aún más. Y con ella, la tentación de saltarse las reglas del juego democrático en busca de soluciones rápidas.

Macri pensó que el Congreso sería un dique de contención frente a los impulsos de Milei. Lo que no vio es que ese dique podía convertirse en un muro de obstrucción que impide cualquier movimiento. El resultado es un país que se queda en el mismo lugar, atrapado entre un Ejecutivo que tropieza con sus limitaciones y un Legislativo que confunde el control con el bloqueo absoluto.

La política argentina tiene una oportunidad: demostrar que puede discutir con madurez, incluso en un contexto de polarización extrema. De lo contrario, el Congreso seguirá siendo un piquete más, esta vez no en la 9 de Julio, sino en el corazón mismo de la institucionalidad republicana.

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