


Por RICARDO ZIMERMAN
En la Argentina, los milagros duran menos que un feriado puente. El último ejemplo lo ofreció Javier Milei con la quita exprés de las retenciones: tres días hábiles de gracia en los que la soja pasó de 295 a 350 dólares por tonelada, y con eso el Presidente salió a decir que los productores recibieron “el mejor precio en 25 años”. En el altar de la televisión, Milei volvió a exhibir su obsesión contra los impuestos distorsivos —“odio las retenciones”, repitió— y defendió la jugada como una prueba piloto de lo que, asegura, será la economía de acá a 2031: un país con medio billón de dólares menos en carga tributaria.
Suena épico, pero conviene repasar los detalles. El alivio fiscal tuvo fecha de inicio y vencimiento casi al mismo tiempo. El cupo de 7.000 millones de dólares se agotó antes de que muchos productores pudieran salir a vender. El resultado: los grandes exportadores aprovecharon la ventana y el resto se quedó mirando. No fue el campo entero el que recibió el maná libertario, sino las cerealeras con más reflejos y acceso a la maquinaria de declaraciones juradas. El pequeño productor, el mediano chacarero, ni siquiera llegó a rozar el beneficio.
Milei, desde luego, lo explica a su manera. Dice que cuando gobernaba el kirchnerismo la soja cotizaba en Chicago a 600 dólares, pero acá el productor recibía 250. Hoy, con 400 en Chicago, se cobra 350. Conclusión presidencial: “es el mejor respeto que se le dio al productor en décadas”. La matemática es cierta, pero la realidad es otra: la diferencia la absorben las cerealeras y los que pudieron presentar papeles a tiempo. El resto, como dijo Andrea Sarnari de la Federación Agraria, “ni siquiera cerca le pasó de la tranquera”.
El episodio abrió un debate incómodo. Nicolás Pino, presidente de la Sociedad Rural, se preguntó cómo pudo ser que la exportación emitiera semejante cantidad de declaraciones en tan poco tiempo. La sospecha es simple: hubo información anticipada y los grandes jugadores corrieron con ventaja. Carlos Castagnani, de CRA, lo resumió en una frase que vale más que cualquier tecnicismo: “La mayoría de los productores quedó afuera”.
En política, sin embargo, el relato pesa más que la realidad. Milei no se cansa de repetir que odia las retenciones, que son tan “siniestras” como el impuesto al cheque, y que su compromiso es bajarlas a medida que la disciplina fiscal lo permita. El objetivo declarado es un horizonte 2031 con 500.000 millones de dólares menos en impuestos, más de lo que hoy debe la Argentina consolidada entre Tesoro y Banco Central. Una especie de redención futura para un país que vive permanentemente en oferta de liquidación.
El problema es el mientras tanto. El Presidente habla de disciplina fiscal, pero el alivio duró apenas tres días y no dejó otra cosa que un reguero de sospechas y enojos en el sector agropecuario. El humor rural, que suele marcar la temperatura política, viró rápidamente del entusiasmo inicial a la bronca por haber sentido que la fiesta fue exclusiva para un grupo reducido de invitados.
Lo interesante es cómo Milei convierte ese cortocircuito en un activo discursivo. Para él, incluso un beneficio que alcanzó a unos pocos vale como demostración de lo que “podría ser” la Argentina si se eliminan los tributos que considera dañinos. Como estrategia retórica, funciona: vende futuro a partir de una experiencia mínima, casi simbólica. Pero en términos prácticos, la medida dejó más heridas que certezas.
Lo que se discute en el fondo es la consistencia de un modelo. ¿Puede un país sostener un esquema de baja impositiva si no ordena primero las cuentas públicas? ¿Alcanza con que Chicago suba o baje la soja para que acá se repartan beneficios de manera justa? Milei responde con el manual libertario: menos impuestos, más libertad, disciplina fiscal y competitividad. El campo, en cambio, responde con números de cosecha, cupos agotados en horas y exportadores favorecidos.
El contraste entre el relato y la experiencia concreta desnuda la fragilidad de un experimento que, más que política económica, parece un ensayo de laboratorio. Milei promete devolver medio billón de dólares en tributos hacia 2031, pero el mismo Estado que debería sostener ese sendero no logra garantizar que una medida dure más de 72 horas ni que el beneficio alcance a los productores que dice defender.
En definitiva, el episodio de las retenciones desnuda el ADN del actual gobierno: anuncios ruidosos, gestos contundentes y resultados que, al rascar la superficie, benefician a los de siempre. Milei podrá repetir que “odia las retenciones” y que este es el camino hacia un país sin impuestos distorsivos. Pero en el campo quedó la sensación de que, otra vez, los ganadores fueron los grandes jugadores, y que el supuesto milagro de los tres días no fue otra cosa que un espejismo fiscal.







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