

Por RICARDO ZIMERMAN
En la Argentina, el poder nunca se toma vacaciones. Ni siquiera cuando el calendario electoral impone silencios obligados y la gestión exhibe sus límites. A poco más de tres semanas de las elecciones, el Gobierno de Javier Milei vive en un estado de resistencia permanente, una suerte de trinchera política donde cada embestida opositora —sea del kirchnerismo, de peronistas desencantados o de viejos aliados que se fueron— obliga a improvisar escudos más que a diseñar estrategias.
El caso José Luis Espert es una muestra perfecta de esta dinámica. El diputado, acusado de recibir aportes turbios y señalado por vínculos con el narcotráfico, se transformó en una carga incómoda para un oficialismo que predica la “vara ética altísima”. Y, sin embargo, fue el propio Presidente quien salió en su defensa, convirtiéndose en su principal sostén en medio del vacío de apoyos dentro de La Libertad Avanza. En un movimiento clásico de Milei, que parece encontrar más placer en la confrontación que en la explicación, eligió blindar a “el Profe” antes que sumarse al coro de quienes pedían aclaraciones.
El problema no es sólo Espert. Es la reiteración de un patrón: frente a cada señalamiento, el Gobierno responde cerrando filas, como si la política fuera únicamente un ejercicio de aguante. Esta semana, el kirchnerismo volvió a intentar desplazar a Espert de la Comisión de Presupuesto, mientras el Senado debatía interpelaciones contra Karina Milei, Guillermo Francos y Mario Lugones. El oficialismo, con más suerte que destreza, logró esquivar las citaciones, aunque no pudo evitar que la oposición avanzara sobre el ministro de Salud. Nadie en Balcarce 50 parece dispuesto a conceder ni un gramo de institucionalidad, aunque la resistencia se sostenga más en las fracturas opositoras que en la habilidad propia.
Hay algo paradójico en esta lógica: Milei construyó su discurso sobre la demolición de la “casta” política, pero terminó adoptando sus peores prácticas defensivas. Aislamiento, victimización y un relato que convierte cada cuestionamiento en una operación armada por enemigos externos. Ahora, incluso las protestas callejeras que lo reciben en el interior del país son explicadas como maniobras diseñadas desde el Instituto Patria o desde la residencia vigilada de Cristina Kirchner. El Gobierno descree de la espontaneidad del malestar social, aunque ese malestar es palpable y, en ocasiones, brutal.
El Presidente queda atrapado en una trampa: si reduce sus recorridas, corre el riesgo de ser percibido como un líder acorralado por su propio ajuste; si las mantiene, cada escrache se viraliza en redes y erosiona aún más la imagen de un dirigente que hizo de la calle su escenario predilecto. Es un dilema sin salida fácil, que revela el grado de vulnerabilidad política de una administración que, en lugar de multiplicar logros, acumula explicaciones defensivas.
La campaña electoral, lejos de atenuar la tensión, la exacerba. Mientras el país discute sobre corrupción, narcotráfico y ajustes, el Gobierno organiza un acto en el Movistar Arena con formato de show musical, un revival del Luna Park libertario. La estética del espectáculo contrasta con la gravedad de la coyuntura: en 2024, Milei podía darse el lujo de cantar rock con la inflación en baja; en 2025, sólo le quedan la ayuda financiera de Washington y alguna palmada diplomática para mostrar. La épica del ajuste ya no conmueve como antes.
Milei parece moverse mejor en la confrontación que en la gestión. Es un político que necesita enemigos tanto como aliados, y que concibe la política más como batalla cultural que como construcción institucional. El riesgo de esta táctica es evidente: a fuerza de blindarse contra todo, el Gobierno se encierra en sí mismo. Y en la Argentina, la soledad política suele ser el preludio de la debilidad.
Lo que se juega en estas semanas no es únicamente el resultado electoral. Es la posibilidad de que el oficialismo logre trascender la lógica de la trinchera y muestre que puede gobernar más allá de la resistencia. Por ahora, la señal es otra: un Milei atrincherado que se prepara para dar batalla, aunque el escenario cada vez se parezca más a un espectáculo en donde las luces esconden las fisuras.





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