Dos años después de la masacre de Hamas: la memoria frente al nuevo rostro del antisemitismo

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

Han pasado dos años desde aquella mañana del 7 de octubre de 2023, cuando el mundo se estremeció ante las imágenes más brutales vistas en décadas. Miles de combatientes del grupo terrorista Hamas irrumpieron en territorio israelí, asesinando a más de mil doscientas personas —la mayoría civiles— y secuestrando a más de doscientas cincuenta. Familias enteras fueron masacradas, mujeres violadas, bebés asesinados en sus cunas, ancianos arrastrados como trofeos de guerra y jóvenes llevados como rehenes a los túneles de Gaza. Fue, sin ambigüedades, una masacre deliberada contra inocentes, un ataque terrorista con motivaciones ideológicas que apuntó no solo contra Israel, sino contra la humanidad entera.

Dos años después, la herida sigue abierta. Más de un centenar de rehenes continúan en cautiverio o figuran como desaparecidos. De muchos, solo se conocen videos breves o grabaciones filtradas que muestran la crueldad de sus captores. En Israel, cada nombre, cada rostro, se convirtió en símbolo de resistencia y dolor. Las familias de los secuestrados han mantenido, día tras día, una campaña incesante para exigir su liberación y el retorno de los cuerpos de quienes ya fueron asesinados. Han marchado frente a embajadas, organismos internacionales y sedes de gobiernos. Han hablado ante parlamentos y universidades. Su pedido es simple y universal: justicia y humanidad.

El repudio internacional fue inmediato en los primeros días. Presidentes, primeros ministros y líderes religiosos condenaron con firmeza el ataque. El secretario general de Naciones Unidas calificó la masacre como “un acto de barbarie sin justificación posible”. El Papa Francisco habló del “horror de la violencia terrorista” y pidió la liberación inmediata de todos los secuestrados. Incluso países históricamente críticos de Israel, como Francia o Alemania, se alinearon en una condena categórica a Hamas. Sin embargo, con el paso de los meses, ese consenso comenzó a erosionarse. La brutalidad del ataque inicial fue, en muchos sectores, relativizada bajo el argumento de la “resistencia palestina”, confundiendo el legítimo reclamo por los derechos de un pueblo con la justificación de una organización extremista que no reconoce el derecho de Israel a existir.

Esa confusión —intencionada o no— es una de las formas más insidiosas que ha adoptado el antisemitismo en el siglo XXI. Hoy, el odio hacia los judíos se disfraza de antisionismo, y se presenta como una causa política o de justicia social. En nombre de la crítica al gobierno israelí, se promueve la negación del derecho del pueblo judío a un Estado propio, se vandalizan sinagogas, se atacan comercios de propietarios judíos y se intimida a estudiantes en universidades occidentales. Las redes sociales amplifican este fenómeno con una eficacia sin precedentes: miles de usuarios comparten imágenes o consignas donde “Palestina libre” se convierte, en realidad, en un eufemismo para borrar a Israel del mapa.

En Estados Unidos y Europa, ese discurso se infiltró en espacios académicos, culturales y políticos. Grupos que se autodefinen como progresistas han caído en la trampa de confundir derechos humanos con odio selectivo. Se habla de “colonialismo” y “apartheid” para describir a Israel, ignorando que es el único país de Medio Oriente donde las mujeres votan, la comunidad LGBTQ+ tiene representación pública y los árabes israelíes ocupan bancas en el Parlamento. Es legítimo criticar políticas o gobiernos, pero no cuando esa crítica deriva en negar el derecho a existir de un pueblo o justificar su exterminio.

El 7 de octubre de 2023 no fue un episodio más en la larga historia del conflicto árabe-israelí. Fue una masacre planificada con precisión militar, transmitida en tiempo real por los propios perpetradores, que celebraron su “hazaña” entre los cadáveres de inocentes. Hamas no buscó liberar a Palestina: buscó aniquilar a los judíos, reafirmando en su carta fundacional un objetivo que combina religión, fanatismo y odio étnico. La sociedad internacional tiene la obligación moral de no olvidar esto, de no diluir la memoria en la maraña de discursos políticos o mediáticos.

Hoy, mientras el mundo recuerda a las víctimas, los familiares de los rehenes —vivos y muertos— siguen pidiendo algo tan básico como digno: poder enterrar a sus seres queridos, saber qué fue de ellos, y que los responsables paguen por sus crímenes. En Tel Aviv, Jerusalén y decenas de ciudades del mundo se encendieron velas y se desplegaron fotos de los secuestrados. Cada imagen recuerda no solo la magnitud del dolor, sino también la indiferencia que empieza a corroer a parte del mundo libre.

Porque si el terrorismo logró algo más que matar, fue sembrar una peligrosa amnesia moral. Dos años después, el desafío ya no es solo combatir a Hamas, sino también al relato que busca blanquear su barbarie bajo el disfraz de causas “antisionistas”. La historia enseña que cuando el antisemitismo cambia de forma pero no de fondo, el resultado siempre es el mismo: violencia, negación y muerte.

Recordar el 7 de octubre no es solo un acto de memoria israelí. Es una obligación universal. Es advertir que el odio que hoy apunta contra los judíos —otra vez— mañana lo hará contra todos los que crean en la libertad, la democracia y la vida.

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