


Por RICARDO ZIMERMAN
Hay funciones de magia que no terminan bien. A veces el conejo no aparece, la galera se incendia y el mago se queda mirando al público con una sonrisa nerviosa. Algo de eso le pasó al Gobierno con el número de José Luis Espert, que empezó como un acto de ilusionismo libertario y terminó en un “¿dónde está el conejo?”. Mientras tanto, Javier Milei volvió al centro del escenario, decidido a recuperar el brillo perdido a fuerza de gritos, motosierra y promesas de que esta vez el show será distinto.
El oficialismo, todavía aturdido por el escándalo que vinculó a Espert con el empresario “Fred” Machado —una especie de Houdini del Caribe—, ensaya un relato de reposición rápida. “Ya está, Espert renunció, seguimos con Diego Santilli”, repiten desde Olivos, como si la política fuera un teatro con recambio instantáneo de elenco. Pero los espectadores —esa masa indomable llamada electorado— no olvidan tan fácil cuando el truco sale mal y alguien termina con las manos sucias de tinta.
Curiosamente, la operación para bajar a Espert fue planificada con encuestas en mano. Algunos sondeos, casualmente filtrados por la primera línea libertaria, advertían que el caso tenía un impacto “muy negativo” en imagen e intención de voto. Otros, más independientes, coincidían: el daño era real y la defensa inicial de Milei, un autogol de media cancha. Lo que vino después fue una coreografía improvisada: renuncia forzada, discurso de pureza moral y, finalmente, el intento de reemplazar al caído por Santilli, el ex enemigo amarillo convertido en aliado de emergencia. El problema fue que el juez Ramos Padilla decidió no aplaudir el acto y dejó a Karen Reichardt, la cantante pop de los 90, como protagonista inesperada de la boleta bonaerense.
El guion cambió y el elenco también. A Espert lo guardaron en el sótano de los recuerdos, Santilli pasó a segundo plano, y Milei —con el aire de quien no rompe un plato— se subió de nuevo al centro del escenario, esta vez para salvar su propia función. La consigna en la Casa Rosada es simple: más Milei, menos explicaciones. Todo sea por recuperar la narrativa del “anticasta”, que se enlodó al intentar compararse con los pecados del kirchnerismo. Porque si algo logró el escándalo Espert, fue arrastrar al Presidente a ese barro que él mismo juró no pisar.
Mientras tanto, en los camarines libertarios, las tensiones se multiplican. Guillermo Francos, Patricia Bullrich y hasta Karina Milei se lanzan chispazos entre sí, intentando decidir quién lleva el megáfono en esta segunda temporada. Las versiones internas hablan de enojo por la celeridad con que se quiso imponer a Santilli como nuevo rostro de la campaña bonaerense, sin esperar siquiera el pronunciamiento judicial. “Apuraron el truco y se vio el hilo”, ironiza un legislador oficialista fuera de micrófono.
El Gobierno pretende dar vuelta la página, pero el caso sigue flotando como una nube tóxica. En el Congreso, el tema Espert amenaza con aparecer en una sesión cargada de reclamos contra los DNU presidenciales, mientras la oposición prepara su propio espectáculo. Y como si hiciera falta más ruido, el nombre de Machado vuelve a escena: locuaz, con abogados del mismo estudio que asiste al Presidente, y con una extradición en marcha hacia Estados Unidos que promete nuevas sorpresas.
En paralelo, Luis “Toto” Caputo hace equilibrio en Washington, tratando de traducir en dólares concretos el apoyo político que Milei cree tener. El Fondo Monetario observa desde su palco preferencial, evaluando si la función sigue o si conviene bajar el telón antes de la próxima catástrofe discursiva. En Olivos, en tanto, apuestan a un golpe de efecto: un anuncio económico envuelto en luces de neón durante el esperado encuentro de Milei con Donald Trump. El libreto dice que después de eso, todo será campaña.
El mileísmo, sin embargo, parece no haber aprendido del episodio. En lugar de admitir errores, insiste en proyectar grandeza. “No somos el kirchnerismo”, repiten, sin notar que repetir esa frase una y otra vez los acerca peligrosamente al espejo que detestan. La moral anticasta, ese combustible sagrado del relato presidencial, pierde octanos cada vez que se descubre un amigo incómodo, un candidato sospechoso o una maniobra poco transparente.
En política, como en la magia, el truco solo funciona si el público confía en el mago. Y Milei, a fuerza de exagerar su propio papel, corre el riesgo de que el público empiece a ver los hilos del espectáculo. La motosierra, que alguna vez simbolizó el cambio, ahora suena más a serrucho de utilería.
Si algo demuestra el episodio Espert es que el mileísmo puede ser víctima de su propio show: cuando la puesta en escena se convierte en el mensaje, y el mensaje en pura escenografía. Es el drama de los gobiernos que viven de la épica del enfrentamiento: terminan hablando con ellos mismos frente al espejo, convencidos de que la gente aplaude cuando en realidad se pregunta dónde está el conejo.






Empresas argentinas emiten deuda en dólares a tasas históricamente bajas: oportunidad o riesgo para los inversores

Soria acusa a Milei de “narco-política” tras renuncia de Espert

El narcoescándalo de Espert y su impacto electoral: el costo político de La Libertad Avanza

El caso Espert divide al Congreso: presiones cruzadas y silencio en La Libertad Avanza

Milei llevó su campaña a Mar del Plata: entre arengas, tensión y reclamos sociales


