La revolución invisible: Milei, Sturzenegger y el desafío de desregular las conciencias

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERAMAN

Argentina vive un momento bisagra. No es una etapa más de ajustes ni un intento por administrar la decadencia: es un cambio de paradigma. Javier Milei está haciendo lo que ningún gobierno se animó en los últimos cuarenta años: dinamitar los cimientos del Estado paquidérmico, el que convirtió la ineficiencia en cultura y la dependencia en política. Lo hace con una convicción ideológica inédita y con un instrumento técnico que empieza a mostrar resultados concretos: el Ministerio de Desregulación y Transformación del Estado, conducido por Federico Sturzenegger.

Por primera vez, un gobierno argentino busca liberar a la economía de su laberinto normativo con un criterio de productividad. No se trata solo de bajar el gasto o ajustar números, sino de recuperar la lógica del trabajo, del mérito y de la competencia. Las cifras son elocuentes: más de mil normas eliminadas o modificadas, una poda que apenas representa el 15% del objetivo total. Pero detrás de cada resolución derogada hay algo más que burocracia: hay una idea, la de que el Estado debe dejar de ser un obstáculo para volver a ser un facilitador.

El paralelismo con las transformaciones que a fines del siglo XX emprendieron países como Estonia o Finlandia no es caprichoso. Cuando el socialismo se derrumbó, esos países entendieron que la única forma de sobrevivir era a través de la libertad económica. Estonia, por ejemplo, pasó de ser una república soviética gris a convertirse en el laboratorio digital más exitoso de Europa. ¿Cómo lo logró? Desarmando la maraña estatal, privatizando, simplificando trámites, digitalizando servicios y apostando por la innovación. Cada minuto que un ciudadano no gasta en gestiones, lo dedica a producir. Esa fue su fórmula del éxito.

El problema es que la Argentina de 2025 no parte de la misma base. En Europa del Este, la gente había visto el fracaso del estatismo; aquí, el populismo todavía tiene poder simbólico. Se mantiene esa idea cultural de que el Estado “debe estar”, aunque ese mismo Estado haya empobrecido a generaciones enteras. Hay una fe casi religiosa en el subsidio, como si el dinero gratuito fuera un derecho natural y no una trampa que esteriliza el progreso. Por eso, la transformación que impulsa Milei no es solo económica: es psicológica. No alcanza con desregular mercados; hay que desregular cabezas.

El gobierno está intentando desmontar algo mucho más profundo que una estructura burocrática: un modelo mental. Durante décadas, el populismo construyó un relato en el que la asistencia reemplazó al esfuerzo, y la dádiva, al mérito. Cambiar eso implica una batalla cultural que no se gana con decretos, sino con convicción, coherencia y tiempo.

Sturzenegger lo entiende. Su tarea no es apenas derogar leyes, sino reconstruir una lógica institucional. Cada norma que se elimina equivale a una victoria sobre el statu quo, pero lo importante es que la sociedad asuma que esa victoria le pertenece. Si la gente no percibe el cambio, el viejo sistema volverá apenas se apague la urgencia.

Milei enfrenta un desafío mayor al que tuvieron los reformistas del norte europeo. Mart Laar, el joven primer ministro estonio de los noventa, tenía un pueblo que quería empezar de cero. En la Argentina, en cambio, muchos todavía miran el pasado con nostalgia. Los gremios, las corporaciones, buena parte de la clase política y sectores medios acostumbrados a vivir del favor estatal se resisten a perder privilegios. De ese barro cultural surge la dificultad para consolidar el cambio.

Por eso, la segunda etapa del gobierno —tras las legislativas— será decisiva. La primera ola de desregulación ya mostró resultados, pero ahora viene la parte más compleja: sostener el rumbo en un país que tiende a destruir lo que construye. Si Milei logra atravesar esa fase con respaldo social y consistencia política, la Argentina puede ser el primer país de América Latina en romper el molde del populismo.

No se trata de idealizar al Gobierno, sino de entender que, por primera vez en mucho tiempo, hay una dirección. La política argentina vivió años girando sobre sí misma: reformaba para volver atrás, ajustaba para gastar más, prometía futuro mientras hipotecaba el presente. Hoy, con todas sus contradicciones, hay un intento de modernización que apunta a la raíz del problema.

Las resistencias serán feroces. Los mismos que en los noventa denunciaban las reformas como “neoliberales” hoy defienden estructuras estatales que ya no sirven ni para lo básico. Pero el cambio ya empezó, y la velocidad con la que se ejecuta marcará si se convierte en revolución o en espejismo.

El éxito de Milei no dependerá únicamente de los números fiscales, sino de su capacidad para consolidar una nueva conciencia colectiva. Los países que lograron prosperar lo hicieron cuando entendieron que la libertad no era un privilegio, sino una responsabilidad. Si la Argentina logra incorporar esa idea, el futuro dejará de ser una promesa para convertirse en una posibilidad.

El verdadero desafío no está en la desregulación de las normas, sino en la de las mentalidades. Romper con el paternalismo estatal, asumir que el progreso nace del esfuerzo individual y que la riqueza no se reparte, se genera. Esa es la revolución invisible que hoy empieza a escribirse en la Argentina.

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