La estabilidad no es una bandera partidaria, sino un contrato nacional

OPINIÓNRicardo ZIMERMANRicardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Por más de ocho décadas, la Argentina ha transitado una historia económica que se asemeja a una montaña rusa sin frenos: breves ascensos de optimismo seguidos por vertiginosas caídas en la desconfianza, la inflación y el endeudamiento. Cada generación parece vivir una versión distinta del mismo guion. Hoy, con las elecciones legislativas del 26 de octubre, el país se encuentra nuevamente frente a ese espejo que obliga a una pregunta simple pero crucial: ¿quieren los argentinos consolidar, de una vez por todas, una economía estable?

La decisión no es menor. De ella depende si el presidente Javier Milei podrá sostener su programa de reformas o si el electorado decidirá devolver poder a las fuerzas políticas que, en el pasado, alentaron un modelo de gasto desbordado, emisión monetaria y déficit estructural. En otras palabras, si la Argentina reafirma su voluntad de cambiar o si vuelve a rendirse ante sus viejos demonios fiscales.

El problema argentino no es desconocido: una crónica falta de disciplina fiscal. Los gobiernos, sin importar su signo, han gastado sistemáticamente más de lo que producen. El resultado fue siempre el mismo: deuda impagable, inflación descontrolada y pérdida de confianza. Las crisis no fueron accidentes sino consecuencias. Lo que ha faltado, más que recetas, ha sido perseverancia.

En los últimos 30 años, Argentina ensayó dos grandes experimentos para escapar del pantano. El primero, en los años 90, fue el Plan de Convertibilidad de Carlos Menem y Domingo Cavallo. El peso, atado al dólar, buscaba eliminar la tentación de imprimir dinero para cubrir los déficits. Y funcionó… hasta que dejó de hacerlo. La combinación de rigidez cambiaria, endeudamiento creciente y shocks externos hizo colapsar el sistema en 2001.

El segundo intento, más prudente, llegó con Mauricio Macri en 2015. Evitó la paridad fija, pero no la trampa del gradualismo. Optó por una reducción lenta del gasto público, confiando en que la credibilidad internacional compensaría la falta de resultados inmediatos. No ocurrió. En 2018, los mercados cerraron el grifo, el peso volvió a desplomarse y el país terminó recurriendo al Fondo Monetario Internacional, el mismo organismo al que había jurado no volver.

Esa secuencia de expectativas infladas y desilusiones crónicas es la que Javier Milei prometió romper. Desde su llegada al poder en diciembre de 2023, impulsó un ajuste sin precedentes: recorte del gasto, desregulación, apertura comercial y una férrea restricción monetaria. Su discurso anarcocapitalista, que muchos consideraban una provocación académica, se transformó en programa de gobierno.

El plan empezó a mostrar resultados. La inflación, que superaba los tres dígitos, cayó por debajo del 30% hacia agosto. El FMI otorgó un nuevo préstamo de 20.000 millones de dólares, y Estados Unidos anunció una línea de swap de divisas por un monto similar. Durante unos meses, el clima financiero pareció estabilizarse: los bonos subieron, el riesgo país bajó y hasta los mercados volvieron a mirar a la Argentina con cierta curiosidad.

Pero el encanto duró poco. Las acusaciones de corrupción contra Karina Milei, hermana y asesora del Presidente, y la derrota electoral en Buenos Aires reavivaron las dudas sobre la solidez política del proyecto. ¿Podrá Milei sostener sus reformas si pierde control legislativo? ¿O la oposición aprovechará el desgaste para frenar el ajuste y reabrir la puerta al gasto fácil?

Los mercados observan esa tensión con la misma sensibilidad de siempre. En los próximos años, Argentina deberá pagar más de 45.000 millones de dólares en deuda externa, incluyendo más de 15.000 millones al FMI. Para hacerlo, necesita acceso al crédito internacional con tasas razonables. Y eso solo ocurre cuando hay credibilidad política y fiscal. Sin ella, los inversores exigen tasas imposibles, lo que empuja al país —otra vez— hacia el default que tanto teme.

La situación argentina encarna lo que los economistas llaman una “trampa de equilibrios múltiples”. Si los mercados creen en el país, los intereses bajan y el crecimiento se acelera; si desconfían, los costos financieros se disparan y la recesión se profundiza. El ciclo se retroalimenta: la confianza genera estabilidad, la duda produce crisis.

El reciente apoyo de Washington —con el fondo de 20.000 millones de dólares anunciado por el secretario del Tesoro Scott Bessent— puede ofrecer un respiro, pero no una garantía. Ninguna línea de crédito, ni del FMI ni de Estados Unidos, puede sustituir la convicción interna de que la estabilidad no es una bandera partidaria, sino un contrato nacional.

El propio Milei lo sabe: sin consenso político, su programa está condenado a la erosión. En última instancia, no se trata solo de su gestión, sino del aprendizaje colectivo de una sociedad acostumbrada a exigir resultados inmediatos sin asumir los costos de la estabilidad.

El 26 de octubre, los argentinos no solo votarán por candidatos o partidos. Votarán por una visión del futuro. Una que puede consolidar la idea de que la disciplina económica no es enemiga del bienestar, sino su precondición. O una que, una vez más, confunda el gasto con la prosperidad y el cortoplacismo con la justicia social.

Argentina ya ha visto este filme demasiadas veces. Pero cada generación tiene la posibilidad —y la responsabilidad— de escribir un final distinto. Esta vez, el guion depende menos de los mercados y más de los argentinos mismos.

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