Como si intentara recrear el derrotero de la Argentina naciente, el presidente busca concretar el 9 de julio, en Tucumán, lo que no logró consagrar el 25 de mayo.
Como antaño, es probable que el acta del pacto pretendidamente fundacional tenga la firma de una mayoría de representantes, pero también que muestre huecos, ausencias y contradictores. Otra vez Javier Milei busca proyectar vertiginosamente los momentos míticos del siglo XIX al siglo XXI, saltándose varios jalones del siglo XX.
La muy probable sanción de la Ley Bases en los días previos a la nueva fecha patria será el marco con el que el Gobierno procura revestir de épica el postergado Pacto de Mayo y borrar los tropiezos de sus primeros seis meses . Pero el tiempo transcurrido entre el anuncio de marzo, la primera postergación de mayo y la segunda dilación de junio no ha sido neutral. Dejó tantas huellas que le ha dado una nueva fisonomía al oficialismo y a la oposición. Los contornos de uno y otra siguen difuminándose y ajustándose.
El panperonismo, el radicalismo y el macrismo atraviesan el momento de mayor confusión y revisión de su identidad, de su ideario y de su representación desde las derrotas electorales del año pasado.
Mientras tanto, la construcción del movimiento libertario no logra liberarse de una dinámica de suma cero, en la que salen tantos o más delos que entran. No necesariamente porque falten agentes dispuestos a quedarse y a ingresar. Sorprende la potencia de su fuerza centrífuga.
Los logros, al igual que las frustraciones o las dilaciones que ya suma el Gobierno en este semestre, son desafíos para el oficialismo de cara al futuro inmediato que necesita consolidar para proyectarse. Pero no lo son solo para Milei y sus libertarios. También son motivo de desconcierto y de complicaciones para sus adversarios.
Pocos de los pronósticos de los opositores y de los derrotados ahora paraoficialistas se han cumplido. Los más optimistas, así como los más escépticos (para no hablar de los frustrados apocalípticos) fueron relativizados o desmentidos por la realidad y no han aportado certezas sólidas ni ayudado a resolver interrogantes para acelerar las definiciones. Ni el éxito ni el fracaso son realidades ni probabilidades ciertas después de seis meses de gestión. Están obligados a andar a ciegas por un territorio que ya no conocen.
La desaceleración de la inflación junto con la efectiva construcción de enemigos y la promocionada revelación de presuntos casos inaceptables de corrupción en áreas altamente sensibles (como la ayuda social) le permitieron al Gobierno compensar en el humor social los efectos negativos del ajuste. Tanto como la deslegitimación de la oposición, por su propio pasado y por la narrativa oficial que lo amplifica y le impide sacarse el cartel estigmatizador tatuado en su frente con la leyenda “la casta”. Sobre esas provisionalidades se mueve la Argentina política.
El reciente estallido público de la disputa interna del peronismo bonaerense expresa el error de cálculo de la dirigencia sobre el comportamiento ciudadano respecto de Milei y sus política. También, expone la incapacidad, falta de voluntad, claridad conceptual y coraje de sus dirigentes para afrontar un proceso de renovación, sin esperar acontecimientos externos y, sobre todo, tropiezos del oficialismo, a los que viene apostando sin haber capitalizado hasta ahora ningún error.
Después del fracaso del engendro político-electoral que pergeñó Cristina Kirchner, con Alberto Fernández como mascarón de proa de un proyecto solo destinado a recuperar el poder, el peronismo atraviesa una situación que encuentra paralelismo con el tiempo que sucedió a la perdidosa elección presidencial de 1983. Una derrota propiciada por Raúl Alfonsín, y, más aún, por una ciudadanía que rechazaba la continuidad del pasado, representado por la sangrienta dictadura militar y por el multifallido gobierno de Juan Domingo e Isabel Perón. Fin de ciclo.
Como en aquellos años de desierto, la dirigencia peronista carece hoy de legitimidad social mayoritaria y de liderazgos capaces de aglutinar los difusos intereses, ideas y proyectos comunes de sus dirigentes, militantes y votantes, mas allá de la argamasa esencial que da la adhesión al ideario y los mitos fundantes y una vocación única por el poder. Complicadísimo para un espacio verticalista que siempre se autopercibió mayoritario. Aún en la derrota.
Kicillof en el espejo de Larreta
Nada expresa mejor el movimiento sísmico por el que atraviesa el peronismo que el desafío a la hegemonía cristicamporista lanzado por algunos que han sido sus subordinados. Es el caso del intendente de Avellaneda, Jorge Ferraresi, que cuenta con el tácito beneplácito y aliento del gobernador Axel Kicillof.
El airado ataque de la jefa comunal quilmeña y miembro de la conducción de La Cámpora Mayra Mendoza a Ferraresi durante una reunión en la gobernación confirmó lo que se sabía pero se intentaba ocultar: el estado de rebelión en curso contra la conducción provincial de Máximo Kirchner y su organización, que por extensión es un cuestionamiento disimulado a su intocable madre, en función del blindaje que le brinda.
La actitud incómoda e inmutable del gobernador mientras se cruzaban agresiones verbales Mendoza y Ferraresi solo logró dejar en evidencia que es el líder de la línea interna “Animémosnos y vayan”.
El temor a cometer una herejía, que encierra el riesgo a ser desheredado, es tal vez la restricción mayor que enfrenta Kicillof para ir por su objetivo, que es la construcción de su propio liderazgo y ofrecerse como la alternativa superadora para encarnar el kirchnerismo de tercera generación, en busca de retener al peronismo que se aleja y de atraer a otros que no encuentran destino.
Por eso, empieza a transitar territorios de infieles ajenos al kirchnerismo, en los que se muestra y establece nuevos vínculos (como con el gobernador radical santafesino Maximiliano Pullaro y el macrista chubutense, Ignacio Torres). Al mismo tiempo, Kicillof mantiene largas conversaciones privadas con políticos, dirigentes sectoriales y periodistas a los que hasta hace seis meses no les hacía lugar en su agenda.
“Haber sido uno de los pocos gobernadores peronistas reelegido le dio una seguridad y una sensación de legitimidad y autoridad que no tenía. Antes encarnaba una especie de poder delegado, que emanaba de la legitimidad de Cristina”, explica una de las personas que más tiempo pasa con el gobernador.
A eso se agrega una cuestión de necesidad: Kicillof ya agotó la posibilidad de ir por la reelección en la provincia, por lo que está obligado a avanzar más allá de las fronteras bonaerenses tanto para poder influir en su sucesión provincial como para tratar de construir el futuro de su carrera política en el plano nacional.
Semejante salto de escala implica, también, sortear los límites geográficos, electorales y sociodemográficos que impone Cristina Kirchner y, aún más, Máximo Kirchner, quien no ha logrado legitimarse más allá de su condición de heredero ni mostrado aptitudes y vocación de liderazgo.
Kicillof procura evitar que eso se produzca por la vía de la confrontación y dada la dificultad (o improbabilidad) de que se dé por la vía del diálogo espera que llegue por decantación. Jubilar a la expresidenta y lanzar una batalla para derrotar a su competidor por la herencia no están en sus planes. La figura del gobernador podría reflejarse en el espejo de Horacio Rodríguez Larreta si no revisa su estrategia.
La convulsión que atraviesa el kirchnerismo bonaerense resalta la dispersión en el resto del país del peronismo que hace tiempo mantiene con el cristinismo más relaciones de conveniencia que de convivencia. Los reclamos de expulsión del cascarón pejotista expresados por fieles cristintas para dirigentes que se han sumado al gobierno de Milei o votado proyectos oficialistas no son más que manifestaciones de impotencia ante una realidad que les es cada vez más hostil e incomprensible.
No es ajeno a eso que los libertarios hayan penetrado en sectores, sobre todo jóvenes, que tradicionalmente votaban al peronismo. Es el costo de haber dejado de ser una expresión del pueblo para convertirse en otra cara de la casta. El final del viaje del contrapoder al poder sin asumirlo. Un revival de Lorenzo Miguel y los mariscales de la derrota de 1983.
Sin embargo, el escenario es hoy muy distinto y mucho más desafiante. El presente es el resultado de tres gobiernos sucesivos fracasados y una agonía económica de más de una década. Sin precedente. Todo eso en medio de la más vertiginosa y profunda transformación social y cultural producida por los avances tecnológicos, acelerada por la pandemia y consolidada por el sentimiento de frustración y falta de futuro que ofrecía lo conocido. Pero el colapso de lo que había no llegó por la vía de una explosión, como ha sucedido casi siempre en la Argentina, sino por una implosión sorda.
De allí surgió Milei, como el agente exógeno con el mandato de precipitar la clausura de lo anterior. A pesar de tanta demanda de cambio y tanta tolerancia social al sufrimiento, como si fueran dolores de parto, el Gobierno aún no tiene nada allanado y sí mucho camino sinuoso por transitar. El pasado no termina de morir ni el futuro logra nacer.
El estado de excepción en el ánimo social, que da licencia a discursos y políticas hasta hace poco impensadas en la Argentina, necesita de reparaciones, concreciones y alivio. Las encuestas que muestran un aumento de los cuestionamientos al oficialismo están empezando a dejar de ser excepciones, sujetas a la suspicacia y la descalificación.
Así, el problema mayor para el presidente libertario no parece ser tanto la vigencia de las instituciones del “viejo régimen”, como el Congreso (donde el oficialismo está en minoría), el estado federal (con gobiernos en manos ajenas), el Poder Judicial preexistente, los aturdidos partidos políticos más o menos opositores, los caciques sindicales o los dirigentes de los movimientos sociales, atados a sus ideas o intereses, contrarios al proyecto mileísta de transformación radical.
La prolongación de las penurias, la demora en mostrar un horizonte más consistentemente despejado y los errores no forzados cometidos en estos seis meses subrayan la presencia de muchos miembros de ese viejo régimen a los que le revolución libertaria ha decido mantener en sus funciones, con los que ha decido pactar y asociarse, o a los que ha resuelto promover con entusiasmo.
La postulación del juez federal Ariel Lijo para integrar la Corte Suprema solo es el rasgo más prominente (o grotesco) de ese pacto con lo más representativo de aquello que Milei dijo que venía a poner fin.
Los funcionarios residuales del massismo y hasta del krichnerismo, pasando por agentes de inteligencia y jueces, que siguen ocupando lugares clave del Estado son la cara oculta de la nueva era. Lo celebran muchos actores del poder permanente. El escandaloso fallo de hace dos días que benefició el primo hermano de Mauricio Macri y heredero del emporio familiar de la construcción muestra la vigencia y solidez de un entramado inmutable.
Ante eso, cabe preguntarse si los gurúes presidenciales que ilusionan a su jefe con un futuro imperial han leído lamagistral biografía escrita por Stephen Zweig sobre Joseph Fouché, el camaleónico y poderosísimo político francés que sirvió, se sirvió y sobrevivió a la revolución francesa, el imperio napoleónico y la restauración borbónica. Muchos pasan, algunos quedan para siempre.
En ese contexto, Milei vuelve a proponer la firma de un pacto fundacional de enunciados elementales. Esta vez todo indica que logrará concretarlo, Pero los firmantes no serán iguales a los que prometieron suscribirlo. Aunque los nombres sean los mismos, sus realidades se han modificado. Todos han sumado problemas en estos tres meses.
* Para La Nación
Ilustración: Alfredo Sábat