




- Milei opta por el enfrentamiento en lugar de construir alianzas políticas, incluso con quienes lo ayudaron en el Congreso.
- Amenazó con vengarse de los gobernadores tras el recambio legislativo, aunque no tendrá mayoría propia ni poder absoluto.
- Rompió con Victoria Villarruel, su vicepresidenta, tras acusarla injustamente de traición.
- La falta de diálogo y las exigencias excesivas (como ocurrió con el gobernador Valdés) han dinamitado posibles acuerdos.
- Se acumulan señales de improvisación y mal manejo político, como el caso del avión privado y la polémica con Caputo.
- El Presidente confunde liderazgo con intransigencia y desprecia la negociación, debilitando su capacidad de gobernar.
- Advertencia final: gobernar en soledad es riesgoso; necesita aliados si quiere llegar con estabilidad al final de su mandato.
Javier Milei ha elegido un camino solitario. En lugar de tejer alianzas, de consolidar apoyos o de distinguir entre adversarios y aliados, el Presidente parece convencido de que la confrontación permanente es una virtud y no un obstáculo para gobernar. Su reciente amenaza de vengarse de todos los gobernadores a partir del 11 de diciembre revela una concepción errónea del poder: la idea de que el voto popular le confiere carta blanca para imponer, romper y desestimar cualquier forma de disenso.
La pregunta es elemental, pero urgente: ¿alguien le explicó al Presidente cómo funciona el Congreso? Incluso si su fuerza política duplica bancas en las elecciones de octubre —como pronostican algunas encuestas—, Milei seguiría lejos de alcanzar mayorías automáticas en ninguna de las dos cámaras. Con suerte, contará con unos 80 diputados sobre 257 y 13 senadores sobre 72. Números insuficientes incluso para garantizar el quorum, ni hablar de blindar sus vetos o avanzar en reformas de fondo. Aun así, Milei se comporta como si gobernara con el poder absoluto de una mayoría aplastante que no tiene.
La ruptura con los gobernadores —esa unión improbable de peronistas, radicales, ex cambiemitas y hasta antiguos simpatizantes libertarios— no fue casual. Fue provocada. Gobernadores que hasta hace semanas colaboraban con el oficialismo en el Congreso, facilitando la aprobación de la Ley Bases o del paquete fiscal, hoy aparecen enfrentados. No porque hayan cambiado de posición, sino porque fueron maltratados o ignorados por un gobierno que confunde firmeza con soberbia. Lo resume un mandatario provincial que solía ser cercano al Presidente: “Nos trata a todos igual, a los que lo ayudamos y a los que lo enfrentan. No hace ninguna distinción”.
Lo mismo ocurre con Victoria Villarruel. La vicepresidenta, hasta ahora leal y prudente, decidió romper el silencio tras ser acusada por Milei de “traición” por cumplir con su deber institucional y habilitar una sesión del Senado. En ese acto —reglamentario y legal— no hubo conspiración alguna, pero Milei interpretó la autonomía como afrenta. Villarruel, harta de la indiferencia y el desprecio, respondió públicamente. Y con ella, se desmoronó otra de las alianzas clave que lo había sostenido en sus primeros meses de gobierno.
La política, como la vida, no tolera el vacío. Cuando se cortan los puentes, los otros construyen los suyos. La reacción de los gobernadores, que avanzaron con una agenda parlamentaria propia, muestra que el liderazgo presidencial ya no es un centro gravitacional sino una fuerza centrífuga. Y cuando esa fuerza se proyecta sobre un sistema federal y parlamentario como el argentino, el resultado es ingobernabilidad.
A esto se suma un cúmulo de señales preocupantes: el escándalo del avión privado con trato privilegiado en Aeroparque; el manejo torpe del off the record de Luis Caputo con Alejandro Fantino; los ataques gratuitos a periodistas y medios. Cada episodio revela una mezcla de improvisación, fragilidad institucional y desprecio por las formas. Y todo ocurre en un contexto donde el país necesita señales claras, estabilidad, previsibilidad. Es decir: lo contrario de lo que está proyectando la Casa Rosada.
El caso del gobernador Gustavo Valdés en Corrientes ilustra la lógica destructiva del gobierno libertario. Valdés ofrecía una alianza razonable: dos diputados nacionales en manos del mileísmo. Pero los enviados de Karina Milei exigieron también la vicegobernación y el control total de las listas provinciales. Fue un intento de colonización política disfrazado de negociación. Resultado: rompió. Y con él, probablemente, se esfumó una de las pocas oportunidades reales que tenía el oficialismo de construir una coalición competitiva a nivel territorial.
¿A qué juega Milei entonces? ¿A gobernar o a resistir? ¿A consolidar un proyecto o a convertir la presidencia en una trinchera desde la cual disparar contra todos? La política no es un ejercicio de pureza ideológica ni un reality de valentía retórica. Es, antes que nada, el arte de la convivencia y del acuerdo. Y ahí está el mayor problema del actual gobierno: confunde intransigencia con liderazgo, y rupturas con épica.
En un país atravesado por la fragmentación, la desigualdad y la incertidumbre, el Presidente debería construir puentes, no dinamitarlos. Necesita aliados, no enemigos gratuitos. Porque si algo enseña la historia argentina es que ningún presidente que se quedó solo logró terminar bien su mandato. Romper es fácil. Gobernar, en cambio, exige algo más difícil: escuchar, ceder y convivir.
Y en ese camino, el tiempo corre más rápido de lo que el Presidente parece creer.



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