




- La desigualdad en Argentina se profundiza, con millones en la pobreza y el Estado en retirada.
- Se denuncia el desmantelamiento de servicios públicos esenciales como salud y educación.
- El presidente Milei gobierna con confrontación y ajuste, generando más frustración social.
- El Gobierno prioriza el equilibrio fiscal, pero a un costo humano alto.
- Gobernadores y sectores como el campo muestran descontento; la oposición está debilitada.
- El desinterés electoral y la violencia política crecen, mientras la dignidad básica se desvanece.
Vivir en una Argentina tan desigual es, hoy más que nunca, una experiencia límite. Lo es, sobre todo, para los millones de argentinos que quedaron atrapados en la pobreza, empujados por décadas de errores, indiferencia política y promesas rotas. Pero a esa realidad ya dolorosa, el Gobierno actual le suma otra tragedia: la destrucción del último refugio que tenían los más vulnerables, el Estado.
El desmantelamiento de servicios esenciales —hospitales que ya no atienden sin obra social, tratamientos que se interrumpen, escuelas sin recursos— no es solo una política de ajuste, es una renuncia moral. El Estado, ese que alguna vez ofrecía salud, educación y algo de dignidad, se desvanece. ¿Con qué se curan ahora los dolores de los que no tienen nada?
Mientras tanto, el presidente Milei se pelea con todos: periodistas, opositores, gobernadores, productores. La política se volvió un ring en el que solo él parece tener permitido lanzar golpes. Denuncia, hostiga, descalifica. Y en el fondo, lo que queda es una sociedad cada vez más frustrada, con servicios esenciales deteriorados y derechos desdibujados.
El ajuste es brutal y el rumbo incierto. El Gobierno necesita llegar a octubre con inflación contenida y superávit fiscal para mostrar "éxito". Pero el precio está siendo altísimo: endeudamiento sin respaldo, tensiones con los gobernadores por fondos y un campo que ya no cree en las promesas libertarias. Ni siquiera en Palermo, bastión simbólico del agro, se garantiza una foto sin silbidos.
Los gobernadores reaccionaron: armaron bloque, presentaron proyecto y se enfrentaron al centralismo de la Casa Rosada. No piden privilegios, piden reglas claras, recursos compartidos y una mínima equidad fiscal. En paralelo, la política electoral va mostrando sus propios síntomas: baja participación, apatía, y en Santa Fe, una derrota inesperada para los libertarios. Rosario eligió a un progresista aliado al peronismo conservador. Un mensaje claro: hay límites, incluso para el discurso de la motosierra.
La desafección ciudadana se multiplica. Si la oposición se borra, ¿por qué ir a votar? Si los oficialismos no resuelven, ¿a quién confiar el futuro? La clase política, toda, recibe una mala calificación social, y con razón. Se perdió el eje: gobernar para mejorar vidas, no para ajustar balances.
Milei podrá celebrar equilibrios fiscales, pero si lo hace a costa de la salud pública, la educación, la producción y la convivencia democrática, lo que queda no es un país mejor: es un país más roto.
Y en el medio de esa fractura, la violencia política crece. El atentado contra un periodista es “un accidente”, según el jefe de Gabinete. Pero arrojar estiércol al domicilio de un diputado, eso sí fue “un atentado”. Las prioridades del Gobierno son tan claras como preocupantes.
En resumen, no alcanza con gritar “libertad” cuando lo que se está perdiendo es justamente la libertad de vivir con dignidad. La Argentina real no se mide en tasas de interés o reservas del BCRA. Se mide en camas vacías en hospitales públicos, en chicos que no comen en las escuelas, en jubilados que eligen entre medicamentos y comida.
Y eso no lo resuelve ningún Excel.




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