




- Javier Milei no gobierna como un presidente tradicional; su liderazgo se basa en la imposición, el conflicto y el ataque constante.
- Su estilo es vertical, sin matices ni consensos, y apela a la sinceridad brutal, sin pedir permiso ni disculpas.
- Conecta con sectores sociales y culturales que se sintieron postergados por gobiernos anteriores, canalizando su frustración.
- Busca desplazar al PRO como referente del antiperonismo, no sumar al centro político.
- Se apoya en un relato fuerte de orden, castigo a la “casta” y oposición al kirchnerismo, más que en resultados concretos.
- Aunque su estilo le funciona hasta ahora, depende del conflicto permanente, lo que puede dificultar la gobernabilidad.
- Milei apuesta a ser seguido o temido, no necesariamente comprendido.
Javier Milei no gobierna como un presidente tradicional. No seduce ni persuade. No administra ni busca consensos duraderos. Milei impone. Su forma de ejercer el poder no es la de la política de los acuerdos, sino la del conflicto constante, la del ataque como método y la del desborde como estilo.
Lo que para muchos es excentricidad o sobreactuación, para otros es un modo efectivo de conducción. Milei ha construido un liderazgo vertical, crudo, sin matices, anclado en la promesa de orden y limpieza: en las cuentas públicas, en las calles, en la política. Es un liderazgo sin ambigüedades: hay culpables, no adversarios. Hay batallas, no debates. Hay fanatismo, no moderación.
En ese marco, su sinceridad brutal es su mayor capital simbólico. En un tiempo donde la política se volvió gesto medido, él irrumpe con gritos, insultos y definiciones tajantes. No pide permiso. No retrocede. No se disculpa. Va para adelante, sobre todo cuando le dicen que no se puede.
Y eso conecta. Conecta con márgenes sociales, culturales e ideológicos que se sintieron olvidados o despreciados durante años. Liberales de la primera hora, nacionalistas relegados, jóvenes que pasaron de la rebeldía de izquierda a la furia libertaria, hombres que ven en él un freno al discurso feminista hegemónico, votantes pragmáticos, desencantados de la política tradicional. Todos ellos encuentran en Milei una representación directa, visceral.
El presidente canaliza la revancha simbólica de los sectores que se sintieron postergados por el kirchnerismo y ninguneados por el macrismo. Les da voz, no para dialogar, sino para gritar. No para convivir, sino para confrontar.
Milei no busca sumar al centro, sino desplazarlo como valor político. Reemplazar al PRO como columna vertebral del antiperonismo, captando sus votantes, sus dirigentes y sus banderas. No amplía, sustituye. No modera, redefine.
Su estilo de conducción no se justifica por resultados —aunque se apoya en algunos logros iniciales como la baja de la inflación— sino por un relato potente: restaurar el orden perdido, castigar a la casta, evitar el regreso del kirchnerismo y ejercer el poder hasta la última gota.
¿Es sostenible? Esa es la gran incógnita. Por ahora, le funciona. El ruido, la tensión permanente, el ataque al adversario, la ruptura de las formas. Todo eso, lejos de desgastarlo, lo reafirma frente a su electorado. Pero el riesgo es alto: cuanto más depende del conflicto, más difícil se vuelve construir gobernabilidad.
Milei no busca que lo entiendan. Busca que lo sigan o que lo teman. Y esa, justamente, es su apuesta más audaz y más peligrosa.


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